El otoño
Más de alguna vez he escrito en esta tribuna sobre el otoño y sobre aquello que lo rodea: las hojas de los árboles desperdigadas de manera melancólica, la nubosidad que reviste su cielo, el tiempo que parece moverse con más lentitud, el frío que de a poco comienza a entumecer
Más de alguna vez he escrito en esta tribuna sobre el otoño y sobre aquello que lo rodea: las hojas de los árboles desperdigadas de manera melancólica, la nubosidad que reviste su cielo, el tiempo que parece moverse con más lentitud, el frío que de a poco comienza a entumecer. No hay otoño sin nada de esto, pero, y conviene también decirlo, el otoño es por esencia la estación de la memoria y de la esperanza. ¿Por qué me atrevo a sostener esta idea? El otoño, dado el viento y lo gris de su clima, posee un sentido implícitamente nostálgico y, por la misma razón, allí donde prima la añoranza se despierta a su vez una mayor esperanza.
El contraste, entonces, surge naturalmente en esta estación que transita como epílogo del verano y como preámbulo del invierno. Está a medio camino entre una y otra y, por ello, decanta sus días entre el declinar de las vacaciones y el ímpetu propio de esas jornadas llenas de actividad y de trabajo.
Confieso mi inclinación por el otoño. Si se me permite la metáfora, hay en él un aire que esboza una novela de misterio o que deja entrever un verso sobre los aconteceres humanos. En síntesis, el otoño es hermoso y despierta en el corazón del hombre un ánimo de modesto recogimiento y de confiada plegaria.