¿No es tiempo de cerrar las heridas?
José Pedro Traibel | Montevideo
@|Han pasado más de 50 años desde los años más oscuros del siglo XX uruguayo
José Pedro Traibel | Montevideo
@|Han pasado más de 50 años desde los años más oscuros del siglo XX uruguayo. Sin embargo, el país sigue aferrado a un relato que, lejos de promover unidad, mantiene vivo el conflicto. La memoria, convertida en instrumento político, ha dejado de ser un espacio de justicia y se ha transformado en campo de disputa ideológica, cargado de silencios selectivos, reparaciones unilaterales y exclusiones deliberadas.
El terrorismo de Estado, ejercido por las Fuerzas Armadas durante la dictadura (1973-1985), merece sin duda condena y repudio. El uso sistemático de la desaparición forzada, la tortura y la represión clandestina no puede ser relativizado. Sin embargo, la construcción posterior de una memoria oficial, centrada exclusivamente en las víctimas de ese período, ha marginado otras realidades igualmente dolorosas.
Antes de la disolución del Poder Legislativo y posterior Golpe de Estado, el país ya vivía una espiral de violencia. Grupos armados como el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros cometieron robos, atentados, torturas, secuestros, asesinatos selectivos y acciones insurreccionales que provocaron muertes, miedo en la ciudadanía e inestabilidad institucional. Estas acciones no fueron de "resistencia" a la represión como se quiere "relatar y tergiversar" sino parte de un proyecto político armado para la ruptura institucional y la toma del Poder que atentó contra el orden democrático vigente, bajo gobiernos electos constitucionalmente.
En ese contexto, funcionarios públicos, policías y militares actuaron bajo órdenes legítimas del Estado, cumpliendo con su deber. Algunos de ellos murieron en el ejercicio de esa función. Otros fueron blanco de atentados por el simple hecho de portar uniforme. Pero en la narrativa predominante en marchas sobre memoria y justicia, esas víctimas no existen. No aparecen en conmemoraciones, no reciben homenajes, no son parte del "dolor de la sociedad". Este desequilibrio erosiona, condena y deslegitima la idea misma de Memoria y Justicia.
La Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (1986), producto de una salida negociada, fue ratificada en dos plebiscitos (1989 y 2009), y sin embargo ha sido desactivada por vías judiciales y legislativas en años posteriores. El argumento fue que los crímenes cometidos por el Estado constituían delitos de lesa humanidad y, por tanto, imprescriptibles.
Si bien esto está respaldado por el derecho internacional (como la Convención contra la Desaparición Forzada de Personas y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), la "retroactividad" de estos criterios en contextos nacionales genera tensiones jurídicas y políticas. Muchos ciudadanos lo perciben como una forma de justicia selectiva, aplicada con sesgo ideológico y con el propósito de mantener abierta una herida en lugar de cerrarla.
Además, la reparación económica otorgada solo a ciertos sectores ha contribuido a esa percepción. ¿Qué pasa con los familiares de las víctimas de la guerrilla? ¿Con los civiles heridos por atentados? ¿No merecen también reconocimiento?
Eventos como la Marcha del Silencio se han convertido en espacios simbólicos de un solo relato. No se cuestiona el dolor legítimo que representa para quienes perdieron a seres queridos bajo el aparato represivo del Estado. Lo que se cuestiona es que ese acto excluye intencionalmente a otras víctimas, a otras memorias. Y lo hace en nombre de una supuesta "justicia", que termina siendo, en muchos casos, revancha camuflada.
Sostener conmemoraciones que sólo reafirman una parte de la historia no aporta ni a la verdad ni a la reconciliación. Lo único que logra es mantener viva la confrontación, alimentar el resentimiento y utilizar el dolor como herramienta política.
Después de más de medio siglo, tal vez ha llegado el momento de "cerrar el capítulo". No negarlo, no justificarlo, sino dejarlo morir con dignidad. Dejar de conmemorarlo desde un solo ángulo. Dejar de removerlo con fines políticos, económicos o judiciales. Y sobre todo, dejar de usarlo como medida moral de lo que fue justo o injusto en una época extremadamente compleja.
Uruguay necesita paz. No la paz impuesta por la impunidad, sino la paz que nace de aceptar que el pasado ya no tiene nada más que enseñarnos si seguimos viéndolo con los mismos ojos sesgados. El camino no es una nueva revisión, ni un nuevo ajuste de cuentas. Es, quizás, el silencio sin marcha. El reconocimiento sin aplauso. El duelo sin bandera.
Porque una nación no se construye revolviendo sus heridas eternamente, sino cerrándolas con equilibrio, respeto y humildad.
Si el tiempo cierra todas las heridas, ¿más de 50 años son suficientes para ello?
No es injusto trasladar a las nuevas generaciones que no sienten, no saben y no ven el dolor de ambas familias para seguir revolviendo la herida. Es tiempo de cerrar el libro.