Participación de papel
A veces me pregunto si quienes gobiernan recuerdan que la voz del pueblo no es una ficha para mover en una estrategia política
A veces me pregunto si quienes gobiernan recuerdan que la voz del pueblo no es una ficha para mover en una estrategia política. Que los mecanismos de participación ciudadana no fueron creados como vitrinas políticas, sino como puentes para que el Estado escuche, dialogue y construya con su gente. Pero cada vez más se ve cómo se le pone un precio a la ilusión de participar. Se convocan consultas que no se traducen en decisiones reales. Se hacen asambleas que nadie escucha. Se gasta el dinero público en ejercicios que simulan inclusión, pero que están vacíos de voluntad. ¿De qué sirve preguntarle al pueblo si ya hay una decisión tomada? ¿Para qué disfrazar con "diálogo ciudadano" lo que no es más que una estrategia para validar un interés político? Las consultas ciudadanas, los plebiscitos y los cabildos abiertos deben ser más que actos simbólicos: tienen que mover las instituciones, las decisiones, el rumbo. Y, sin embargo, de tiempo en tiempo, vuelve la idea de convocar al pueblo. Y con ello, la pregunta de fondo: ¿es este un llamado genuino al pueblo y a construir juntos o solo una forma de delegar responsabilidades cuando el consenso se vuelve esquivo? Ni las consultas, ni los cabildos, ni las audiencias públicas ni ningún otro mecanismo de participación son propiedad de un gobierno, ni pueden utilizarse como herramientas de presión. Son expresiones legítimas del sentir ciudadano, y deben respetarse con toda su profundidad. Un ejemplo fue el de Cumaral, Meta, en 2017. La comunidad dijo NO a la explotación petrolera en su territorio. El pueblo votó. El mensaje fue claro. Pero el Estado respondió con silencio, con indiferencia. Se limitó el alcance de esa decisión, y la voluntad ciudadana quedó archivada. Cuando se consulta hay que estar dispuesto a asumir el resultado. Pero la gente se cansa. Se desgasta. Se siente usada. Porque la participación que no transforma hiere. Porque cuando se llama a la ciudadanía a decidir y luego se la ignora, no solo se traiciona la democracia: se rompe algo muy profundo que tiene que ver con la dignidad. La Constitución del 91 prometió un país participativo. La Ley 134 del 94 y la Ley 1757 de 2015 dieron herramientas para hacerlo posible. Y desde la gerencia pública se sabe que un Estado que escucha de verdad es más eficiente, más legítimo y humano. Pero nada de eso sirve si se sigue viendo a la ciudadanía como una masa de apoyo y no como un sujeto con derechos. Cooptar los espacios de participación no solo es una falta ética: es una forma de violencia institucional y una forma de violencia contra el mismo pueblo. No se trata de una participación de papel. Se debe recuperar la participación como un acto genuino. Como un lugar donde el pueblo no solo habla, sino que es escuchado. Porque cuando la democracia se convierte en espectáculo, los aplausos duran poco. Y lo que queda es desconfianza. En los últimos años, Colombia ha destinado cientos de miles de millones de pesos a ejercicios de participación que no han tenido efectos reales. Consultas cuyos resultados no se ejecutan, cabildos ignorados, propuestas ciudadanas que terminan en actas de asistencia. ¿Sabías que con lo que se ha pagado en participación se podría... - Dar 10.000 becas universitarias para jóvenes de zonas vulnerables. - Entregar más de 800 viviendas de interés social para familias desplazadas o madres cabeza de hogar. - Tener centros de salud rurales en más de 150 municipios sin cobertura adecuada. - Ofrecer internet y tecnología para niños en escuelas rurales. - Tender una red de atención psicosocial para víctimas del conflicto armado? Participar debe valer la pena. Debe ser un camino hacia una transformación real.
El sentir ciudadano
Patricia Rincón Mazo
La participación que no transforma hiere. Porque cuando se llama a la ciudadanía a decidir y luego se la ignora, no solo se traiciona la democracia: se rompe algo muy profundo que tiene que ver con la dignidad.