No se piensa sin prejuicios
La demonización del prejuicio va junto con esa idea tan aséptica y pseudohumanista de que no juzgamos porque juzgar es malo. "¿Y quién soy yo para juzgar?".
En los cafés de Montevideo se puede escuchar frases como: "Con ese no voy a discutir porque se pone el balde"; "¿Para qué me voy a molestar, si es un prejuicioso?"; "No dialogo con dogmáticos"; "¿Cómo pensaría otra cosa, si es un zurdo?"; "Piensa así porque nunca le faltó comida en la mesa"; y la psicologizada, que tanto nos gusta desde que somos psicoanalistas por defecto: "tuvo un padre ausente, ¿qué otra postura podés esperar de él?" Son distintos modos de descartar la posición del otro porque tiene prejuicios. Como si el que lo dice no los tuviera. Como si fuera posible no tenerlos.
Las conversaciones y discusiones de los hombres no suceden en un espacio ideal donde sólo existen los argumentos y las razones limpias. Habermas primero pensó que la situación ideal del diálogo era posible y conveniente; Gadamer, ese Hermes contemporáneo, supo convencerlo de que no es posible ni deseable. Es difícil que podamos dejar de lado nuestros modos de ver la realidad, que resultan de nuestra conformación histórica, el lugar que ocupamos en el mundo, la personalidad que hemos adquirido. eso es, precisamente, lo que hace significativa la práctica discursiva de cada uno. En ese sentido, la exigencia de entrar en la casa de la conversación habiendo colgado en la puerta los prejuicios es exagerada y poco sensata, si lo que se busca es comunicar, comprender, incluso acordar.
La palabra "prejuicio" es un animal exiliado. Parece ser un enemigo de nuestro tiempo. Foucault interpretó lo que dijo Sócrates antes de morir: "Critón, debemos un gallo a Esculapio" en el sentido de que le debemos agradecimiento a la filosofía por habernos liberado de lo peor que tenemos, los prejuicios. En alguna medida, tuvo razón. Es evidente que conviene abandonar determinados prejuicios. El problema es asumir que todos son desdeñables. Gadamer se dio cuenta y devolvió el animal al reino de la interpretación. Uno no puede saber a priori de cuáles desheredarse y con cuáles seguir, pero es inquietante, en todo caso, que no se logre ver cómo los prejuicios conforman nuestras discusiones -es decir, el marco mismo de esa conversación que somos.
La demonización del prejuicio va junto con esa idea tan aséptica y pseudohumanista de que no juzgamos porque juzgar es malo. "¿Y quién soy yo para juzgar?" Dado que la justificación es que uno no es nadie para juzgar, nunca sé si es que detestamos el juicio o si detestamos nuestro propio criterio. No obstante, esa renuncia a juzgar, como si fuera un acto perverso, le recorta buena parte de su ámbito a la libertad -por no decir a la comprensión misma. El juicio es parte de cómo se mueve la inteligencia. Poner los límites del mundo propio requiere de juicio, también con respecto de lo que otros hacen. Una cosa es juzgar y otra condenar.
El prejuicio es, ante todo, la forma previa que tenemos de comprender el mundo y aquello en lo que estamos situados para mirar la realidad. No es una patología de la inteligencia tenerlos; más bien, es imposible pensar sin ellos. Porque, ¿hacia dónde dirigiríamos el interés si no tuviéramos prejuicios? Uno anticipa posibilidades de comprensión basado en la estructura prejuicial que tiene, y el mundo se devela precisamente por esa anticipación. Pedirle a uno que los cuelgue con el sombrero antes de entrar a la conversación tiene tan poco sentido como exigirle que deje la lengua en la parrilla antes de comer.
Quitarnos el prejuicio en contra de los prejuicios, como decía Gadamer, no significa que cada uno, por el hecho de serlo, deba ser conservado. Esa actividad que llamamos pensar, que tiene la virtud paradójicamente destructiva de hacer crítica, de crear una distancia interior para que podamos apropiarnos efectivamente de lo que "pensamos" antes de pensar o, habiendo reconocido su insensatez, dejarlo de lado, opera también con respecto de los prejuicios. Quizá prejuicioso no sea el que los tiene -si fuera así, ser prejuicioso sería otra forma de decir "ser humano"-, sino el que los afirma más allá de toda lucidez.
Gadamer tuvo la simpática idea de que, si no es posible ni deseable el ideal, al menos podemos ser honestos. Para que en la conversación todavía pueda acaecer algo así como la verdad, sería significativo al menos explicitar nuestros prejuicios. "Yo pienso desde acá, estos son los prejuicios que tengo, están en juego en esta conversación". No parece mala idea; al menos las cosas están sobre la mesa. Además, no nos pueden dañar argumentativamente con algo que ya reconocimos, y siempre tiene sentido saber cuáles son los límites que conforman el mundo propio.
¡Ah!, cuidado con la ingenuidad de creer que el ocultamiento de los prejuicios -sobre todo en política- no resulta tentadoramente ventajoso. Pero si el cálculo político impone silencio, no debería sorprendernos que el discurso se torne cada vez menos comprensivo.