El restaurante que le faltaba a Bogotá
Por razones que no vienen al caso, durante los últimos meses he frecuentado varios restaurantes de moda, de esos donde la gente no va a comer, sino a vivir una experiencia gastronómica
Por razones que no vienen al caso, durante los últimos meses he frecuentado varios restaurantes de moda, de esos donde la gente no va a comer, sino a vivir una experiencia gastronómica. Es decir, los comensales no acuden a ellos porque tienen hambre, sino porque están aburridos. Y aunque me gusta comer bien, como a cualquiera, cada vez que visito uno de esos lugares me siento como un impostor porque a mí lo que me gusta es lo cutre de la vida, y la comida no es la excepción. Cuando como solo, me meto a unos rotos que no se imaginan, y en casa me alimento de pie y con la mano, todo cocinado en microondas para que esté al instante, aunque quede crudo. Si de mí dependiera, me atragantaría de comida en una batea en el suelo y no en una mesa como hace la gente, pero es que es muy incómodo. Eso sí, cuando voy con amigos a lugares caros me las doy de fino, por lo que trago bocados pequeños y tomo sorbos que más que saciar mi sed me humedecen los labios. El asunto es que cada vez hay menos espacio para personas como yo porque nuestras ciudades se están llenado de sitios refinados, estrenos de temporada donde te ponen la servilleta con pinzas para no tocarla, pero luego, extrañamente, todo lo demás lo manipulan con la mano. Y además, le dicen sandía a la patilla y ananá a la piña, solo para lucir más refinados y cobrar de más. Negocios así se han especializado en servir platos que no llenan y tragos que no emborrachan, y nadie dice nada. Los cocteles de hoy son tan sofisticados que ya no sirven para olvidar que la vida es una miseria, más bien son unas bebidas perfumadas de múltiples colores con algunas gotas de trago y un cubo gigante de hielo en la mitad; se necesitan al menos dos litros de ellas para sentir siquiera que el piso se mueve. Eso sí, todo en el menú viene con historia, una biografía más amplia que la de Simón Bolívar. Las ostras ya no son sacadas del mar, sino de las ‘tranquilas aguas del océano Pacífico’, y al agua no se le llama así, a secas, sino "agua fresca del día", y el vaso cuesta el equivalente a dos dólares con cincuenta. El otro día pedí una posta y luego de que me la sirvieran tuve que esperar quince minutos a que el mesero me explicara que el color de la salsa era para recordar a las comunidades de cimarrones que se habían inventado el plato. Es que le meten filosofía a todo, como si en vez de animales muertos y vegetales arrancados de la tierra estuviéramos consumiendo cine arte. La industria de la gastronomía está sostenida en buena parte por una recua de influencers de comida que te venden cualquier restaurante como si lo hubiera abierto el mismísimo Jesucristo. Así, en videos sobreactuados usan expresiones como "No me podía morir sin venir a..."; "Tienen que conocer este restaurante antes de que se acabe el año" o "La mejor pizza del mundo está en...". Hace poco me puse a chismosear una cuenta de esas y descubrí que tenía casi tres mil quinientos posteos, lo que significa que para el que la maneja hay un sinfín de "joyas escondidas" donde sirven comida de un nivel que haría resucitar a la reina Isabel II. Si cada restaurante es especial e imperdible, entonces ninguno lo es, y entonces todos terminan siendo ordinarios y predecibles. Al último de estos locales terminé yendo porque vi en internet un video donde se lo promocionaba con "El restaurante que le hacía falta a Bogotá", solo para terminar pegando una millonada por un arroz y un pedazo de carne que bien hubiese podido preparar yo en la estufa de mi casa un domingo por la tarde enguayabado. Bobo que es uno porque lo que le sobra a esta ciudad son restaurantes, así que más bien deberían cerrar varios de ellos. Más bien que vuelvan los sitios donde no hay que hacer reservaciones, no les abren la bebida a los clientes y no hay pan de masa madre, sino la mogolla de toda la vida. Eso, y que vuelva también La Perrada de Édgar.
‘Influencer’ de la comida
Adolfo Zableh Durán