Stiglitz y la "tumba del neoliberalismo"
Los logros académicos no otorgan infalibilidad ni confieren superioridad a lo que son personales opciones ideológicas.
Con un dejo de orgullo, el destacado profesor de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz declaró recientemente, en entrevista con "El Mercurio", que "Chile ya comenzó a ser la tumba de algunos aspectos del neoliberalismo". Yendo aún más allá, argumentó que las protestas de octubre de 2019 mostraron el "fracaso de la privatización de la educación, en términos de cohesión social y estándares educativos". También declaró como fracasado nuestro sistema de pensiones y, en cuanto al proyecto constitucional de la Convención, que los ciudadanos rechazaron categóricamente en 2022, lamentó su resultado, pues "había problemas reales en la Constitución de Pinochet que debían corregirse". Lo que ocurrió, dijo, es que los convencionales "querían crear una sociedad posneoliberal", pero "una constitución debe ser muy acotada, un conjunto básico de reglas".
Las declaraciones de Stiglitz no son sorpresivas, toda vez que lleva muchos años siendo un activo promotor de políticas de corte socialista, como quedó reflejado en su apoyo a los Kirchner, en Argentina, y a Hugo Chávez, en Venezuela. Lo llamativo, sin embargo, es la liviandad con que el economista analiza la realidad de Chile y de otros países en América Latina, sin aportar mayor evidencia. Cada persona es, por cierto, libre de emitir las opiniones que quiera, pero de un premio Nobel se esperaría un nivel de profundidad y rigurosidad mayor a aquel que cualquier mensaje de redes sociales pudiera tener. Desde luego, su lectura sobre las causas del estallido de 2019 y de las premisas que luego marcaron el proceso constitucional no resiste mayor análisis. Particularmente, llaman la atención sus planteamientos respecto de la crisis educacional en el país, a propósito de lo cual se limita a repetir algunas de las consignas que enarbolara el movimiento estudiantil de 2011. La evidente falta de resultados que muestra nuestro sistema educativo desde que las reformas de la segunda administración Bachelet recogieran esas consignas y buscaran terminar con el "sesgo privatizador", es un antecedente que el célebre economista simplemente parece desconocer. Ello, para no hablar de los problemas que han traído iniciativas como la gratuidad, impulsada en nombre de la equidad, pero cuyos resultados han sido en muchos casos muy distintos de los que prometían sus partidarios.
También la crítica de Stiglitz a las reformas que está llevando a cabo la administración Milei, en Argentina, resulta sorprendentemente simplista. Sea que se esté a favor o en contra del proceso que allí se desarrolla -y puede haber argumentos para ambas alternativas-, declarar como un fracaso ese proyecto porque se han renovado ciertas deudas contraídas con el Fondo Monetario Internacional no guarda relación con ninguna lógica. Si Argentina hubiese decidido pagar la deuda -a costa de un todavía mayor ajuste fiscal- en vez de aumentarla, la crítica seguramente habría apuntado al innecesario y excesivo ajuste que esa decisión hubiera involucrado. La falta de mención al esfuerzo fiscal y monetario que allí se lleva a cabo resta mínimos niveles de objetividad a su análisis.
Esta debilidad argumentativa es lamentable, especialmente cuando, en momentos de confusión mundial, se necesitan liderazgos intelectuales que iluminen los debates. Stiglitz tuvo una destacada carrera académica y su premio Nobel -compartido con otros dos economistas- se justificó a partir de entender cómo asimetrías de información (en mercados de seguros o de créditos, por ejemplo) podían explicar funcionamientos imperfectos de esos mercados. Aportes académicos valiosos como ese, con el reconocimiento que conllevan, ofrecen también a sus autores una tribuna destacada para expresar sus puntos de vista. No les otorgan, sin embargo, infalibilidad a sus opiniones sobre temas de política pública tan amplios como los abordados por el premio Nobel en su reciente visita, ni confieren un estatus de superioridad a sus personales opciones ideológicas. Así lo muestra el pobre registro de Stiglitz apoyando políticas fracasadas.