El entrevero cultural
Cuando el valor cultural cede ante la lógica del mercado, lo que peligra no es solo el patrimonio, sino la dignidad colectiva.
Ayer nos enteramos de que una jueza desestimó la protección de una hermosa casa art déco de 1930, ubicada en Julio Herrera y Reissig y Benito Nardone, que será prontamente demolida y reemplazada por un edificio de nueve pisos.
La organización Patrimonio Activo había presentado una acción de amparo para impedirlo, pero la intendencia montevideana no respaldó el reclamo, tal como ha pasado en otras oportunidades. Esto ocurre en el mismo momento en que una interesante película de Alfredo Ghierra, Montevideo inolvidable, pone a la luz pública la importancia de la protección patrimonial, en una ciudad (y un país) que ven demoler sus más exquisitas obras arquitectónicas en función del interés comercial, con cero interés en la preservación de la belleza o el valor histórico.
Claro, uno opone utilitarismo a belleza, y ya le llueven las burlas. "¿Tás romántico, tás?"
En el mejor de los casos, la respuesta es con sorna: "Si tanto te gusta esa casa vieja, ¿por qué no la comprás con tu guita? ¿Con qué derecho le impedís a su dueño que haga un buen negocio inmobiliario, sacándose de encima una antigualla carísima de mantener?" Te contesto: si hay incentivos del Estado para la construcción de viviendas, debería haberlos también para la conservación de los bienes patrimoniales que hacen a la mejor historia de nuestro urbanismo. No existe legislación al respecto y es aún peor: las multas que cobra la Intendencia de Montevideo por demoler propiedades sin autorización son irrisorias y las empresas terminan incluyéndolas en sus presupuestos de construcción.
Estamos avanzando cada vez más rápido hacia una lógica mercantil que no tiene empacho en llevarse puesta a la cultura.
En un interesante intercambio de ideas de El País del sábado pasado, leo la opinión de que en los liceos no debería estudiarse a Homero, porque supuestamente ese contenido tan antiguo expulsa a los muchachos de sectores vulnerables y privilegia a una élite. Es una falsa oposición; ¡vaya si tendremos que universalizar la enseñanza de La Ilíada, para que descubran un contexto histórico, cultural y ético bien diferente a las estupideces que consumen en las redes sociales! ¿Quién dijo que los clásicos de la literatura y la filosofía ahuyentan a los más pobres? ¿No será que tenemos la obligación de sensibilizarlos para que los disfruten y comprueben cuánto influyen en sus vidas?
En mi juventud tuve docentes maravillosos como Domingo Bordoli, Ivonne Uturbey y Héctor Galmés. Sus clases nos apasionaban. Recuerdo que incluso solían emocionarnos hasta las lágrimas. Si como docentes suponemos que la batalla humanística está perdida, que debemos preparar a los chiquilines solo para conseguir un laburo bien remunerado, estamos fortaleciendo el peor de los elitismos: el de instalar voluntariamente una línea divisoria entre una minoría culta y una mayoría adocenada.
Demoler una casa art déco y erradicar saberes humanísticos de los liceos son parte de una misma mentalidad: la de que las personas y bienes valen por su productividad económica y no por sus valores inmanentes.
Pero no hay mala fe en quienes defienden ese populismo educativo utilitarista. En el fondo, piensan con la cabeza de una sociedad que viene menoscabando sin prisa y sin pausa el valor de la cultura como motor de superación personal y social.
Vivo a la vuelta de la plaza Juan Fabini. La cruzo caminando prácticamente todos los días. Me sorprende y espanta el proceso histórico por el cual, lenta pero inexorablemente, se ha trabajado para ocultar al bellísimo monumento El Entrevero de José Belloni.
No hace falta hablar de esta obra: no solo es impresionante si se la analiza al detalle (la composición, la violencia cinética de la lucha, los gestos dramáticos de los contendientes), sino que posee el valor histórico de objetivar la génesis de nuestra nación.
Cuando se emplazó allí en 1967, se eligió ese lugar por su privilegiada visibilidad desde las avenidas 18 de Julio y la ex Agraciada. Al tiempo apareció una conocida pizzería, que no solo se instaló en la plaza, conquistándola visualmente, sino que, además, con el correr del tiempo, fue llenándola de adornos cursis (una especie de túnel hecho de neones como los de las discotecas, decenas de bolas luminosas azules colgadas de los árboles cual chirimbolos navideños), que no tienen nada que ver con la grandeza majestuosa de la obra de Belloni. Y, por si todo esto hubiera sido poco, de noche la plaza está bien iluminada en su contorno de bancos, ¡con la sola excepción del monumento, que queda completamente a oscuras!
Parece una anécdota menor, pero calza perfecto como símbolo del desprecio, del énfasis que ponemos en lo meramente ornamental y el descuido de aquellos bienes patrimoniales que mejor nos identifican como sociedad.
Antes era un entrevero de guerreros que se mataban por su noción de patria. Ahora es un cambalache donde el arte se mezcla con el mal gusto, sin que nadie se haga cargo.