China no busca destruir el orden mundial, sino reformarlo. Su historia como miembro fundador y país subyugado da una perspectiva única para liderar el diálogo y la inclusión global.
A menudo se presenta a Rusia y China como socios en una cruzada por debilitar, e incluso destruir, el orden internacional basado en reglas. Pero en realidad, el único que persigue ese objetivo es el presidente ruso Vladímir Putin. El presidente chino Xi Jinping, en cambio, quiere liderar una reforma del orden internacional, con el fin de convertir a China en heredero y futuro custodio. Al fin y al cabo (como le recuerda Xi a Occidente), China ayudó a establecer la arquitectura actual.
Aunque la Segunda Guerra Mundial llegase a Europa en 1939, en Asia ya había empezado dos años antes, cuando un enfrentamiento entre soldados chinos y japoneses cerca de Pekín derivó en una guerra a gran escala. Para entonces, China ya llevaba ocho años resistiendo a las fuerzas japonesas en solitario, desde la invasión de Manchuria en 1931. Mientras Japón ampliaba su campaña de conquista, China continuó la lucha, sufriendo pérdidas masivas.
Con su determinación y sacrificio, China se ganó un lugar entre los «Cuatro Grandes» de la Segunda Guerra Mundial (con la Unión Soviética, el Reino Unido y Estados Unidos). El líder nacionalista chino Chiang Kai-shek participó en la Conferencia de El Cairo (1943) en pie de igualdad con el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill. En la Declaración de El Cairo, emitida tras la conferencia, se exigió a Japón la entrega de los territorios chinos que había ocupado, otorgando a China un lugar central en la elaboración del acuerdo de posguerra.
Delegados chinos asistieron a la Conferencia de Bretton Woods (1944), donde se creó el Fondo Monetario Internacional y se sentaron las bases del Banco Mundial. En la Conferencia de San Francisco (1945), China se convirtió en el primer signatario de la Carta de las Naciones Unidas. Y en los debates que dieron lugar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el filósofo y diplomático chino P. C. Chang se distinguió por insistir en que cualquier marco universal debía reflejar no sólo los principios del individualismo occidental, sino también las nociones confucianas de comunidad, deber y precedente. En cierto momento, según recordaría más tarde Eleanor Roosevelt (entonces presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU), Chang «sugirió que la Secretaría bien podría dedicar unos meses a estudiar los fundamentos del confucianismo».
Esta historia (a menudo olvidada en Occidente) encierra importantes lecciones. En primer lugar, la existencia de un orden basado en reglas redunda en interés de todos. Hoy la ONU, el FMI y el Banco Mundial están sometidos a importantes presiones, y hay quien tilda a estas instituciones de anticuadas o incluso irrelevantes. Pero abandonarlas sería un error; abriría el camino para que la lógica de poder bruto volviera a definir las relaciones internacionales.
En segundo lugar, compartir un propósito es esencial para la resiliencia. La prolongada resistencia china a las fuerzas japonesas en los años treinta y cuarenta demostró que con unidad y determinación, las sociedades pueden soportar presiones extraordinarias. Esta determinación será decisiva en la lucha contra pandemias, perturbaciones climáticas cada vez más graves y rivalidades geopolíticas que se profundizan.
Por último, ningún país es autosuficiente. A pesar de la desconfianza que subyacía en la diplomacia china durante la guerra, los líderes chinos fueron conscientes de la importancia de cooperar con el Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética para influir en cualquier acuerdo de posguerra y que tuviera en cuenta sus intereses.
Tras el establecimiento de la República Popular en 1949, China se distanció del orden mundial de la posguerra, con Mao Zedong rechazando las instituciones internacionales por considerarlas meros instrumentos del poder occidental. Pero en los años setenta China volvió al redil; en 1971 recuperó su asiento en la ONU y en 1978 inició su campaña de «reforma y apertura». Desde entonces, ha fomentado profundos lazos con el resto del mundo y acumulado una enorme influencia económica y geopolítica, suficiente para ganarse un lugar como líder en la toma internacional de decisiones.
El objetivo de Xi no es abandonar, sino actualizar y reformar las instituciones mundiales existentes, con particular énfasis en dar una más voz en ellas a los países en desarrollo. También quiere establecer otras instituciones (como el grupo BRICS de grandes economías emergentes y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura) comprometidas con la promoción de los intereses del Sur Global.
Pero mientras alaba la cooperación internacional, Pekín rechaza la injerencia extranjera en sus asuntos; postura que también tiene sus raíces en la historia: recuerda el período comprendido entre 1839 y el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando las potencias imperiales invadieron y anexionaron su territorio y sometieron a su pueblo, como un «siglo de humillación».
La doble experiencia china de influencia y sometimiento define su política exterior, y podría resultar valiosa para la reforma de las instituciones multilaterales. Como miembro fundador del orden mundial de posguerra y como país que ha conocido la subyugación y el aislamiento, China está bien posicionada para equilibrar las exigencias del poder con el imperativo de inclusión.
La cuestión hoy no es si el orden establecido en 1945 sigue siendo relevante, sino si es posible renovarlo. La relevancia exige reformas; la legitimidad exige inclusión; y la autoridad debe ganarse mediante flexibilidad, fiabilidad y diálogo. China es consciente de ello. El mundo necesita recuperar el espíritu de resiliencia y diálogo que lo inspiró tras la Segunda Guerra Mundial para adaptar el orden internacional a las nuevas realidades.
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La autora fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.