Escándalo fugaz
Esperar pruebas concluyentes puede dejar a alguien desprotegido; actuar de inmediato puede castigar a quien no hizo nada. El derecho camina por ese filo.
Hay días en que el idioma se astilla en la boca. ¿Cómo llamar a un padre que decide no vivir y que sus hijos tampoco vivan? Nada amortigua ese golpe ni hay estadística que lo vuelva comprensible.
La violencia más íntima y brutal tiene una lógica perversa: si me hundo, los arrastro. Un hombre incapaz de aceptar su derrumbe convierte a los hijos en rehenes de su ego. Después viene el libreto conocido: estupor, ruido y olvido. La furia pública es un fósforo (y una story); la indiferencia, una brasa que nunca se apaga.
En medio de la conmoción aparece la polémica repetida: las denuncias falsas. Nadie serio minimizaría el calvario de un inocente preso o de un padre separado injustamente de sus hijos. Una sola decisión errada corroe la confianza en la justicia. Una verdad que no admite matices, en una sociedad que todavía espera que la víctima explique cómo iba vestida.
El problema surge cuando esa anomalía se usa como cortina para tapar el paisaje. Convertir un puñado de casos en argumento contra toda una política de protección es como preocuparse por una ola cuando se acerca el tsunami. La anécdota se infla; el patrón se oculta.
Existen tragedias en las que es la madre quien se quita la vida llevándose a sus hijos. El espanto no cambia. La lectura, sí. Cuando lo hace un hombre, suele responder a la lógica de la violencia de género elevada a su extremo. Cuando lo hace una mujer, el relato social la vincula con el desamparo, la depresión, la caída sin red. En un caso se juzga la voluntad de dominio; en el otro, la ausencia de sostén. No son comparables en su origen, aunque compartan un final desgarrador. Y conviene nombrarlos, porque en ambos late la misma falla: vínculos frágiles, contención insuficiente, adultos que creen tener poder absoluto sobre la vida de sus hijos.
Hay un dilema que atraviesa fronteras: cómo resguardar a niños y mujeres sin vulnerar el derecho de un padre inocente a ver a sus hijos. Suspender automáticamente visitas tras una denuncia puede sonar a solución segura, pero erosiona la presunción de inocencia. Esperar pruebas concluyentes puede dejar a alguien desprotegido; actuar de inmediato puede castigar a quien no hizo nada. El derecho camina por ese filo y el dilema es acuciante.
Detrás de esa orilla sinuosa aparece otra trampa: la del tiempo. En el fondo, casi todo en estos casos es una carrera contra el reloj. El Estado suele llegar tarde y la sociedad reacciona a destiempo. La prevención debería ser un gesto anticipado -educar, acompañar, detectar señales-y nos quedamos con el simulacro de actuar después.
Hay un dato que no necesita encuestas ni estudios. Un hombre con miedo a una mujer es una extravagancia. Las mujeres cargan con la certeza tácita de que si alguien las lastima, es probable que sea un hombre. Ese conocimiento está, por ejemplo, en el gesto, minúsculo y mayúsculo a la vez, de cambiar de vereda. Llamémosle la pedagogía -invisible para el hombre- del miedo.
Nos gusta repartir responsabilidades y así, cuando todos tienen algo de culpa, nadie carga con ella y se diluye hasta evaporarse. Si, además, aceptamos competir entre dolores, el partido está perdido. Discutir qué es más injusto -una denuncia falsa o una muerte- es caer en una trampa. Reconozcamos que el sistema no es una máquina distante que falla de vez en cuando, sino la suma de nuestras rutinas, nuestras comodidades. Si ni siquiera criar hijas alcanza para que muchos hombres revisen sus actitudes, ¿qué tan rápido puede cambiar una sociedad?
Los padres decentes son mayoría, claro, y al mismo tiempo que son incapaces de levantar la mano, sostienen el mundo de siempre con un chiste y se incomodan cuando una colega pide lo mismo que ellos. Aman a sus hijas, pero sospechan del color del pañuelo y se sulfuran con demandas que consideran exageradas. Si ni el amor por una hija desarma esas inercias, habrá que admitir que el cambio, si ocurre, será lento, laborioso, contracorriente. Sin una revolución cotidiana -íntima e incómoda- todo vuelve a su cauce. El orden que llamamos normalidad es, muchas veces, el río que escupe una tragedia.
Lo que estalla en un crimen no se improvisa. Se cocina a fuego lento durante generaciones. Por eso el problema no empieza cuando un padre mata, sino mucho antes. Empieza cuando la sociedad decide que ciertas cosas son así y que cuestionarlas es desmedido. Lo que parece inevitable es, en realidad, aprendido. Y lo aprendido, aunque cueste, debería poderse desaprender.
Tal vez el verdadero punto de inflexión no esté en una gran consigna, sino en gestos que rompan esa coreografía que sale de memoria. Hablar de lo que pasa, sin eufemismos ni artificios, es parte del antídoto.
El aire que nos envuelve -ese entramado de hábitos, silencios y jerarquías- no es neutro. El sistema no es una abstracción que flota sobre nosotros. Mientras no aprendamos a verlo, seguiremos respirando veneno creyendo que es oxígeno.