El reto consiste en pasar de integrar renovables en sistemas fósiles a construir sistemas renovables desde el inicio, donde la alta renovabilidad sea la norma y no la excepción.
En América Latina, la transición energética debería encontrar, en la conveniencia económica de las energías renovables, su principal motor de expansión. Sin embargo, los marcos regulatorios que rigen a los sistemas eléctricos avanzan con rezago y terminan frenando la posibilidad de escalar el proceso. Gran parte de estas normas fueron concebidas en los años noventa y dos mil para un contexto muy distinto, dominado por grandes hidroeléctricas y centrales térmicas de operación programable, donde la lógica de la competencia por costos marginales y los incentivos de confiabilidad estaban diseñados para una matriz esencialmente hidro-térmica. La irrupción masiva de energías renovables variables, principalmente solar y eólica, ha dejado en evidencia las limitaciones de ese andamiaje normativo. Lo que antes parecía eficiente y razonable hoy genera distorsiones profundas que comprometen la viabilidad de nuevas inversiones, la estabilidad del sistema e incluso la confianza de los consumidores.
El patrón que se repite en distintos países de la región, como muestran los casos de Chile o Colombia, es similar: el despliegue renovable se ha enfrentado a problemas importantes que han impedido su completa consolidación, porque los marcos regulatorios no se han adaptado para integrarlo de manera ordenada. Como consecuencia, se multiplican los cuellos de botella en transmisión, las rigideces contractuales, las señales económicas contradictorias y los esquemas de incentivos que, en lugar de facilitar la complementariedad y eficiencia entre los recursos, generan ineficiencia y mayor riesgo en la operación de los sistemas eléctricos.
Uno de los síntomas más claros es la reducción forzada de generación renovable, conocida internacionalmente como "curtailment". Millones de megavatios-hora de electricidad limpia, especialmente solar y eólica, se pierden cada año porque no logran inyectarse a la red en el momento en que son producidos, siendo Chile el caso más visible en la región. Este fenómeno, además de significar pérdidas económicas, constituye un contrasentido ambiental: recursos de clase mundial permanecen desaprovechados en horas de máxima producción por la falta de infraestructura de transmisión o por la ausencia de mecanismos de flexibilidad en el despacho.
Las causas de este problema son estructurales. Existe un desfasaje entre los plazos de construcción de la generación y los de las obras de transmisión: mientras un parque solar puede completarse en menos de dos años, una línea de cientos de kilómetros demanda al menos cinco o seis entre permisos, licencias y construcción. A esto se añade el diseño de los procesos de contratación de largo plazo, que en varios casos han fragmentado la demanda en bloques horarios o intradiarios. Ese esquema, adecuado para tecnologías programables, termina imponiendo a las renovables la obligación de entregar energía en franjas que no coinciden necesariamente con su curva natural de producción, trasladándoles un riesgo operativo que solo puede cubrirse a costos adicionales mediante sobredimensionamiento, almacenamiento o compras en el mercado de corto plazo.
Otro factor crítico es la concentración geográfica de las inversiones. Los marcos de precios y ciertos incentivos provocaron que gran parte de los proyectos solares se instalaran en zonas con la radiación más intensa o con mejores vientos, donde los costos de producción son más bajos. Sin embargo, esa localización masiva en regiones específicas, sin un desarrollo paralelo de redes de transmisión ni señales de locación claras, exacerbó las congestiones y multiplicó los episodios de reducción forzada de generación renovable (curtailments). El resultado ha sido un sistema muy competitivo en costos esperados de generación, pero desequilibrado en su integración: abundante oferta en un punto de la red y escasez de proyectos en regiones con alta demanda o con condiciones complementarias.
La experiencia reciente también muestra cómo las condiciones contractuales y los incentivos del parque generador existente desalientan la eficiencia y la complementariedad. En varios mercados, los mecanismos de confiabilidad y las métricas de potencia firme fueron concebidos para centrales hidroeléctricas y térmicas, sin ajustes para tecnologías variables. Así, mientras las renovables enfrentan obligaciones de entrega difíciles de cumplir, las incumbentes conservan beneficios que consolidan su posición. A ello se suma la forma en que se valoran y despachan los recursos: la generación hidráulica, por ejemplo, suele ofertarse por precio y no en función del costo de oportunidad del agua, lo que reduce la eficiencia sistémica y limita la complementariedad natural entre fuentes hídricas, eólicas y solares.
Los efectos de estas rigideces regulatorias quedaron en evidencia en contextos de estrés climático en varios países de la región. En episodios de sequía o fenómenos de El Niño, algunos sistemas eléctricos experimentaron incrementos bruscos de precios y riesgos de racionamiento, aun contando con proyectos renovables listos para entrar en operación. La falta de contratos adecuados y de esquemas de incentivos que valoren la flexibilidad y la complementariedad expuso la vulnerabilidad de los sistemas y elevó la percepción de riesgo. En Colombia, en particular, estos factores, combinados con los retrasos en la aprobación de proyectos eólicos, derivaron en la imposibilidad de consolidar el plan renovable planteado, a pesar de que se aprobaron leyes y se organizaron procesos de subastas para promoverlo bajo distintas administraciones.
Así, el desafío no se limita a acelerar permisos o construir más infraestructura, aunque ambas cosas son necesarias. La verdadera tarea es rediseñar reglas que hoy operan como camisa de fuerza: contratos que exigen perfiles de entrega imposibles, mecanismos de confiabilidad que no reconocen a las renovables, señales económicas que no corrigen la concentración geográfica y políticas tarifarias que, en su afán de proteger al consumidor, terminan debilitando las señales de inversión.
El panorama es claro: América Latina no podrá consolidar una transición renovable sólida mientras continúe operando con marcos regulatorios pensados para otra era. Las lecciones de experiencias nacionales desde la reducción forzada de energía solar en el norte de Chile hasta la falta de consolidación de proyectos eólicos en regiones de Colombia confirman que los problemas son estructurales y compartidos. No se trata de una falencia de un país en particular, sino de un marco común conceptual y de diseño que requiere una actualización urgente para responder a la nueva realidad.
El reto consiste en pasar de integrar renovables en sistemas fósiles a construir sistemas renovables desde el inicio, donde la alta renovabilidad sea la norma y no la excepción. Esto implica que la flexibilidad deje de ser un complemento marginal y se convierta en el núcleo del diseño; que la planificación de redes se realice en paralelo con la expansión de generación; que las tarifas protejan a los consumidores sin destruir las señales económicas; y que la licencia social sea un requisito estructural, pero nunca un obstáculo.
La primera etapa de la transición, basada en insertar renovables dentro de esquemas heredados, ya muestra claros signos de agotamiento. La próxima deberá construirse con reglas nuevas, capaces de sostener un sistema renovable integrado, competitivo y resiliente. De lo contrario, la región corre el riesgo de desaprovechar su mayor ventaja comparativa: una riqueza de recursos solares, eólicos e hídricos que pocos lugares en el mundo poseen.
- El autor, Alfonso Blanco, es Director del Programa de Transiciones Energéticas y Clima del Inter - American Dialogue. Co Fundador de Fundación Ivy. Ex Director Ejecutivo de la Organización Latinoamericana de Energía