La escritora ecuatoriana, premiada internacionalmente, pasó por Montevideo para ser parte del FILBA y dialogó con El País sobre "Chamanes eléctricos en la fiesta del sol" y la adaptación de "Mandíbula".
Mónica Ojeda habla con devoción sobre la obra de Marosa Di Giorgio. La ecuatoriana recuerda con nitidez el impacto que le produjo toparse con un fragmento huérfano de Rosa mística, disperso entre las carpetas donde su madre guardaba en una antología intuitiva y antojadiza los poemas que le habían gustado. "Yo tenía 15 años, y hasta hoy, cuando lo recuerdo, se me erizan los vellos del brazo", cuenta una mañana de fines de setiembre en un hotel de Ciudad Vieja.
"Era esta especie de poema, cuento o no sé qué, donde una niña o mujer no se sabe muy bien tiene sexo con una mujer que baja a su jardín", evoca. "Esa sexualidad desnuda, que además habitaba todo, me asustaba. No solo porque yo era adolescente, sino porque no se trataba solamente de un sexo maravilloso; era un sexo peligroso y riesgoso, pero también superdeseante".
Años más tarde, Ojeda se encontró con La edad anaranjada, una antología con poemas de la uruguaya, editada por la ecuatoriana Fondo de Animal, y aquel flechazo inicial se volvió confirmación. "Fue un descubrimiento tremendo. No sabía que se podía hacer algo así en la literatura, y a partir de eso me obsesioné", dice con una sonrisa. "Lo he leído todo de Marosa".
Por eso resulta tan natural que cite de memoria a la uruguaya para hablar de una de las tantas temáticas que atraviesan a Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, su potente nueva novela: "Está en llamas el jardín natal". La frase resume el devenir de Nicole y Noa, dos de las protagonistas de esta historia polifónica. "Volver al lugar de origen es encontrarse con un espacio donde te puedes quemar", explica. "Y las chicas salen de una ciudad que está en llamas".
La ciudad es Guayaquil, el calendario andino marca el año 5540, y la violencia que se expande y contamina como tinta en el agua, arrastrada por las narcobandas resulta asfixiante. Noa y Nicole, amigas de la infancia unidas por la ausencia, huyen de la capital para asistir al Ruido Solar, un macrofestival que, durante ocho días y siete noches, reúne a miles de jóvenes músicos, bailarines, poetas y chamanes a los pies de uno de los numerosos volcanes de los Andes. La música y el baile les recuerdan que están vivas, que hay luz, aunque sea un hilo, entre tanta oscuridad.
Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, narrado por Nicole y otros personajes que asisten a la fiesta la voz de Noa no aparece directamente, pero todo gira en torno a su historia, sus ganas de reencontrarse con el padre que la abandonó es una novela intensa, perturbadora y, sobre todo, absorbente. Es una notable muestra de por qué le valió el Next Generation Prize y la llevó a ganarse elogios de figuras como Mariana Enriquez, Samanta Schweblin y Fernanda Melchor.
Durante su paso por el FILBA, celebrado a fines de setiembre en cinco librerías montevideanas y que la tuvo como una de las protagonistas, Ojeda conversó con El País.
El encuentro ocurrió pocos días después de que se anunciara que su novela Mandíbula (2018) se convertirá en una serie producida por Gael García Bernal y Diego Luna, y dirigida por Michelle Garza. "Todavía no lo puedo creer", celebra. "Voy a participar en la escritura de los guiones, no como autora pero sí como lectora. Confío plenamente en el equipo".
Todos los personajes de Chamanes eléctricos que asisten al festival Ruido Solar buscan un renacer a través de la música. Algunos lo hacen desde el baile, otros desde la percusión o la experiencia lisérgica. ¿Qué te inspira de la música como elemento transformador del alma?
Me interesan profundamente las líneas de fuga que posibilita la música. El arte y la fiesta abren caminos desviados, caminos chuecos, por donde uno puede imaginar futuros en contextos donde todo se ha vuelto demasiado paralizante, opresivo, cerrado. Entonces, de repente aparece una canción y te abre una compuerta emocional que te permite transformarte o convertirte en otro, aunque sea por unos minutos. La música toca algo muy esencial del cuerpo; es un lenguaje sin lengua que habita en nosotros y que a veces ignoramos porque vivimos bajo el imperio de los signos y del significado. Pero la música, la pintura, el baile, son artes que realmente te permiten tener un contacto con algo más erótico del cuerpo, algo festivo. Es una especie de revivificación de la vida.
En la novela das varios ejemplos de esa revivificación, como el de Nina Simone, "la chamana que limpiaba el mal con su canto" . ¿Eso es lo que buscan los personajes?
Sí. Noa y Nicole huyen de un Guayaquil en llamas, de una ciudad donde el miedo y la pérdida les pisan los talones. Su decisión de ir a un festival de música es, aunque no lo sepan, un gesto político: elegir la vida en medio de la muerte. Emprenden un viaje desde la costa hasta los Andes buscando algo que parece simple, pero no lo es: recordar que son jóvenes. Tienen 18 años y quieren sentir algo que no sea el miedo, la indefensión o el desamparo. Sin embargo, cuando llegan al festival descubren que la música no solo es revivificadora, excitante, lujuriosa, sino que también conecta con la noche interior de cada uno: con la pérdida, el abandono, la herida. A veces se goza llorando cuando se escucha música. Ellas llegan a ese territorio de fuga, pero la fuga, paradójicamente, las enfrenta con lo más desnudo de sí mismas. Y eso es lo que deben atravesar.
Hablaste de un Guayaquil en llamas, y lo llamativo es que el territorio donde se celebra el festival Ruido Solar también está amenazado: hay erupciones volcánicas, terremotos y hasta yeguadas. En cierto sentido, los personajes se enfrentan a una vulnerabilidad constante. ¿Por qué?
Probablemente porque yo me siento así constantemente (se ríe). Somos cuerpos increíblemente frágiles ante todo lo que acontece en el mundo. Y lo que acontece sucede en estratos: por una parte la macropolítica, por otra la micropolítica, y luego los desastres naturales. Yo vengo de Ecuador, un país de terremotos, erupciones volcánicas e inundaciones cada dos por tres. Uno convive con la fragilidad de la vida, pero igual quiere vivir, sentirlo todo, disfrutar, experimentar el goce; no solo el miedo. Todo eso intensifica la experiencia corporal que está en un territorio fuera de las palabras. Las palabras solo cabalgan detrás, tratando de alcanzar esas emociones. En Chamanes eléctricos, lo que yo quería era trabajar con esos cuerpos que se sienten abandonados. Son chicos jóvenes en un festival; todos han perdido a alguien, todos tienen dificultades para imaginar un futuro y se sienten desamparados. Pero van a la fiesta porque aún hay esperanza: la esperanza de un futuro y de que el cuerpo pueda sentir placer, no solo terror. Las emociones son un torbellino: a ratos gozas, a ratos temes, a ratos te dueles. Y en medio de todo ese maremoto, la música trata de consolarte, como decía Boecio.
Cuando se trata de esa amenaza constante que rodea a los personajes, pienso en lo inagotable del miedo como combustible creativo. A su vez, el miedo está estrechamente ligado a la vulnerabilidad, una temática que atraviesa gran parte de tu obra, como en Mandíbula. ¿Qué te inspira de eso?
Algo que siempre está en mis libros, de una u otra manera, como un ritornelo inconsciente, es la relación entre miedo y deseo: ese miedo a lo que deseamos, o el deseo tan intenso que genera un terror interior por miedo a no obtenerlo o a confesarlo. Eso se manifiesta en mis textos como deseos desviados, chuecos, "monstruosos", como los llaman algunos. Pero también como deseos básicos, como en Chamanes eléctricos: el deseo de hallar un refugio, un espacio donde imaginar un mañana gozoso. En Mandíbula el deseo es otro, es el deseo prohibido, el que la sociedad tacha de monstruoso porque es el deseo entre dos chicas. Hay una escritora inglesa maravillosa, Joanna Baillie, que en su obra Orra dice: "There is joy in fear". Hay alegría en el miedo. ¿Cuál es esa alegría? El deseo que habita en el miedo. Otro autor, Jeffrey Cohen, dice que "el monstruo es un tipo de deseo". Y creo que eso me viene de una inclinación biográfica: a mí me da miedo todo lo que deseo, y el propio deseo, cuando es muy fuerte, me abruma. Entonces lo canalizo en la literatura.
Volviendo a Chamanes eléctricos, hay algo muy musical en su estructura y en el ritmo en que se lee. ¿Cómo fue el proceso?
Me encantó poder estructurar la novela. Disfruté mucho ese proceso, como un ejercicio de contrastes: repetición y variación, como en una composición musical, pero también como en el corazón del mito, donde todo se construye a partir de la unión de los contrarios. Me interesaba ver cómo podía unir, dentro de una misma historia, elementos que parecían caminar en direcciones opuestas, y que esa tensión formara la arquitectura del libro. Por un lado, están los capítulos polifónicos, con múltiples voces; por otro, los capítulos en los que solo habla una persona. Hay capítulos de oralidad los de los chicos que cuentan lo ocurrido en el festival y capítulos de escritura, como los del padre, que anota en su cuaderno del Bosque Alto. Algunos tienen la música en el centro, los cantos; otros giran en torno al silencio, como el de un hombre que le teme al sonido. Están los jóvenes, están los mayores. Siempre hay contraste: opuestos que cuentan una misma historia. En el fondo, son dos generaciones. La de Noa, que busca a su padre; y la del padre, que ha decidido aislarse en la montaña. Esa dualidad me parecía fundamental para la estructura. Noa busca una comunidad aunque no sabe bien cómo hacerlo, se une al festival y a los desaparecidos en un intento de encontrar refugio colectivo. Su respuesta al abandono es el encuentro. El padre, en cambio, pertenece a otra generación: la del aislamiento, la del hombre que se refugia en la soledad del bosque, en esa idea heteropatriarcal del "hecho a sí mismo", que no necesita a nadie. Su mundo emocional es muy limitado, solo se relaciona con su perro. Entonces, lo que me interesaba era poner en diálogo esos dos mundos: el de la comunidad y el de la soledad. Que la novela, en su propia arquitectura de contrarios, los hiciera encontrarse finalmente, cuando Noa encuentra a su padre.
Y qué importante es la aparición de los cuadernos del padre. No solo porque quiebran el ritmo de la lectura y proponen un nuevo estilo narrativo, sino porque uno puede entender cuáles son los motivos detrás del abandono. ¿Cómo fue ese proceso para ti?
Fue desafiante, porque escribir las partes del padre además de que están narradas en primera persona y en forma de cuaderno implicó ponerme en la voz de un hombre de sesenta y pico de años, cazador, taxidermista, muy judeocristiano, que abandonó a su hija. Está en las antípodas de todo lo que puedo ser yo. Y no juzgarlo: ese fue el verdadero desafío. Cómo entrar en la psicología de ese personaje, cómo abrir la pregunta de qué pasa con los cuerpos de quienes abandonan. Es decir, no con los cuerpos de los abandonados, sino con quien abandona. ¿Realmente se queda indemne después de abandonar? ¿No le pasa nada? ¿No tiene que confrontarse con la rotura de su propia identidad? Porque nadie, ninguno de nosotros, se describe como un abandonador. Hasta que, de repente, abandonamos: a una hija, a un padre o una madre, a una pareja, a un amigo. Nadie se nombra así. Entonces hay un quiebre de identidad cuando tienes que admitir que lo hiciste, que pudiste hacerlo y vivir con eso. Y fue ahí donde encontré un punto de empatía con él, con esa parte muy humana que implica darte cuenta de que no sos lo que querrías ser. Que no sos tan perfecto, ni tan ético ni tan moralmente lúcido. Dije: "Por acá voy a tirar". Y empecé a tirar del hilo: entender a ese hombre que siente culpa porque no es que no la sienta, pero que no se arrepiente. La culpa y el arrepentimiento son cosas totalmente distintas. Él sabe que lo que hizo no estuvo bien, pero también sabe que haberse ido lo hizo más feliz. Estuvo mejor desde que se fue. Y lo volvería a hacer.
Por último, quería preguntarte sobre las narcobandas, que es un tema que atraviesa toda la novela y forma parte de esa amenaza constante que mencionabas antes. Es, además, un tema que te toca de cerca e incluso fue crucial para que decidieras mudarte a España. ¿Cómo fue el proceso de abordar algo tan potente en la novela?
Fue difícil, porque estuvo atravesado por muchas cuestiones éticas. ¿Cómo trabajar un tema tan doloroso? ¿Cómo hacerlo cuando mucha gente mi familia, por ejemplo, que sigue viviendo en Guayaquil y probablemente lo haga siempre tiene que convivir con eso todos los días? ¿Cómo tratar ese dolor, ese miedo, ese trauma desde la imaginación narrativa sin faltarle el respeto? Una de las tácticas que utilicé durante la escritura de Chamanes eléctricos fue poner la tensión narrativa en otra parte. La violencia está ahí, como un fantasma dispuesto a agarrarte las piernas y arrastrarte, pero la tensión principal está en otra parte: en la búsqueda de una hija por su padre. De ese modo intenté que la violencia no se volviera morbosa. Y sí, me parecía fundamental incluir el tema de las narcobandas porque definen a los personajes. No pueden entenderse sin ese entorno del que provienen: lugares donde han perdido a amigos, madres o padres; donde las familias se han desarticulado; donde, a veces, la amistad surge como una forma de respuesta a esa pérdida. Y eso no se entiende si no se ve ese contexto en el que los afectos se intentan construir afectos, pero en medio de la muerte.