La escritora venezolana Arianna de Sousa-García visitó Uruguay para presentar "Atrás queda la tierra", y dialogó con El País sobre el potente libro que aborda la realidad de la diáspora venezolana.
Hay libros que nacen de la urgencia, y Atrás queda la tierra es uno de ellos. En su debut literario, la periodista venezolana Arianna de Sousa-Garcíaescribe desde la herida: la de quienes huyen de una dictadura que expulsa a sus hijos y los obliga a reconstruirse lejos.
Su obra, publicada por Seix Barral (cuesta 890 pesos), funciona a la vez como denuncia y testimonio. Retrata una diáspora en constante crecimiento: migrantes que parten con la promesa de un futuro mejor y la valija llena de incertidumbre. Pero, como deja claro la autora, lo peor no siempre queda atrás.
Con inteligencia y sensibilidad, la magíster en Escritura Narrativa y ganadora del Premio Jesús Márquez convierte su libro en un llamado a la empatía. Atrás queda la tierra se construye como una serie de cartas dirigidas a su pequeño hijo León, para que algún día comprenda de dónde viene su madre y qué precio implica dejar el hogar. Radicada en Chile desde 2016, la autora escribe con la lucidez de quien observa desde la distancia sin perder contacto con lo que duele.
El libro también invita a mirar de frente a quienes padecen violencia a diario, ya sea los que se quedaron o los que se fueron, y que suelen quedar reducidos a cifras en los titulares. Con maestría, la autora pone el foco en sus nombres y en sus historias. Es difícil permanecer inmune ante semejante golpe de realidad.
Así como es imposible salir indemne de la lectura, también lo fue para ella atravesar el proceso de escritura. Si bien Atrás queda la tierra empezó a escribirse en 2017, tomó impulso en plena pandemia, en un momento de incertidumbre total. "Yo estaba trabajando en una biblioteca, y como todo cerró, nos echaron a todos", cuenta a El País a mediados de setiembre, durante su visita a Uruguay para participar de la Feria del Libro de San José. "Además, en ese momento me estaba yendo muy mal en Chile, en el sentido de la realización", dice. Fue entonces cuando tomó una decisión: con el dinero del despido se inscribió en el magíster de Escritura Narrativa de la Universidad Alberto Hurtado. La liquidación apenas alcanzaba para cubrir la matrícula. "Hice una apuesta", asegura. Entre los docentes estaban referentes como Leila Guerriero y Juan Cristóbal Peña.
Como trabajo final del magíster, De Sousa-García presentó el borrador de Atrás queda la tierra, y Peña aceptó ser su tutor. Mientras pulía el texto, profundizó en el enfoque y entrevistó a sus padres, dos personas que condensan el devenir de la llamada Revolución Bolivariana liderada por Hugo Chávez. Ese proceso fue también una manera de sanar la herida de una familia quebrada.
Una vez terminado el libro, la escritora cofundadora de Casajena Editoras envió el manuscrito a varias editoriales, pero en todas recibió un no. Decidió entonces guardarlo y dejarlo en reposo hasta que llegara el momento adecuado.
Cuando ya había centrado su atención en otros proyectos, una charla con el poeta y editor Juan Manuel Silva cambió el rumbo de la historia. Al enterarse de la existencia de Atrás queda la tierra, le pidió que se lo enviara. Ella aceptó casi por compromiso, y tres días después recibió un contrato en el que Silva le ofrecía ser su editor. Tras una revisión y reformulación de algunas aristas del texto, el libro se publicó a través de Seix Barral. Hoy, recorre Latinoamérica presentando su obra.
Sin embargo, la herida sigue latiendo. "Cada vez que leo algo del libro, es como volver a esos momentos, pero no desde lejos ni desde un lugar seguro; entonces ha sido difícil", confiesa. "Pero es el trabajo que estaba determinada a hacer y que sigo haciendo", agrega.
Sobre eso, va esta entrevista con la escritora.
El tono que encontraste en las cartas a tu hijo León es muy potente. No solo porque esas "cartas al futuro" te obligan a intentar comprender, o al menos poner en orden, lo vivido en los últimos años; también porque generan un clima de intimidad con el lector, que se vuelve un testigo silencio de las confidencias de una madre a su hijo. ¿Qué valor creativo encontraste en esa forma de narrarlo?
Lo epistolar permite eso: un diálogo con alguien, y ese alguien puede ser muchas personas. Porque si bien es una carta a León, también es una carta a todos los niños de la diáspora y, al final, al propio lector. El lector termina convirtiéndose en ese receptor de la carta. Y eso es algo que solo el género epistolar brinda. Soy una gran lectora de cartas, así que me interesaba mucho esa sensación de cercanía, de confidencia, de conversación. Era lo que necesitaba la situación venezolana: poder conversar con el otro de otra manera. También se vuelve un ejercicio de memoria: esas cartas son formas de que todas las violencias que atraviesan el libro queden fijadas en un lugar.
Sí, porque me interesaba mucho darle una forma más duradera a todo lo que pasaba. Cuando empecé el libro ya estaban cerrando muchísimos medios de comunicación en Venezuela. Las denuncias se hacían por redes sociales, y muchas veces la persona que denunciaba terminaba presa. Todo era muy fugaz, y yo quería que eso no se perdiera, que quedara registro. Por eso en el libro hago un ejercicio de pensar qué es la memoria, mientras intento nombrar a las personas, decir sus edades y de dónde vienen. Es muy fácil olvidar, sobre todo en una diáspora donde no sabemos si habrá retorno, o cuándo será. También me preguntaba qué van a pensar nuestros hijos de su país, qué vamos a poder decirles cuando tengan preguntas.
De ahí la idea de esas cartas a futuro...
Sí, porque cuando alguien migra forzosamente, se instala un silencio sobre los motivos. Por esa intención de no solo sobrevivir, sino de vivir bien, con entusiasmo, muchas veces se entierran los porqués. Nosotros, como venezolanos, somos muy buenos para eso. Pero yo aprendí a hacer el ejercicio contrario: recordar por qué estábamos ahí, que la gente sepa por qué. También es una forma de resistir ese intento de borrado de lo que pasó y sigue pasando.
En ese sentido, es fundamental que le pongas nombre e historia a cada caso de violencia que nombra en el libro. Es, siento, una extensión de tu trabajo como periodista.
Por supuesto, porque el número despersonaliza. Todos los que nombro tienen una historia, y contarla es un acto de justicia. La memoria es importante. Para mí, y creo que es algo que aprendí en Chile, es importante no solo mostrar la herida, sino también compartirla; creo que es la única cosa que puede instalar un diálogo con los demás. Había tantas esperanzas puestas sobre todo desde Latinoamérica en la Revolución Bolivariana, que nuestra recepción en otros países fue casi la de unos traidores. Por eso me interesaba mucho tomar esas herramientas que aprendí y hablarles de nuestro dolor, de nuestros muertos, de nuestra historia.
Así se llega a un punto crucial del libro: dejás en claro que haber llegado a Chile no significa estar totalmente a salvo, y eso mismo ocurre en otros países de Latinoamérica. Es una muestra de que esto no terminó, ¿no?
Continuamente tenemos esta idea de que la diáspora empieza y termina al llegar a otro lugar. Pero en muchos casos no es así, y a mí me interesaba reflejarlo. No solo porque quienes se quedan en Venezuela piensan que uno salió y ya está bien, que tiene una vida que ni soñando la tiene, sino también porque en los países receptores existe la creencia de que recibimos ayudas que no existen o de que ocupamos espacios que nunca se nos ofrecerían. Para mí era muy importante mostrar eso. Además, ese salto, esa apuesta por irse, también abre la posibilidad de la muerte. Pareciera que no se toma en cuenta: ni el viaje que hizo esa persona para llegar, ni lo que le pasa después de instalarse. No creo que en general sea fácil, pero lo que yo podía mostrar era Chile, porque es el lugar desde el que escribo. Por eso hice un trabajo de buscar los nombres, de entender qué les pasó, de dónde venían. Dejarlo muy claro. Porque hay mucha mentira, mucha confusión y también mucha maldad en torno a nuestra vida allá.
¿En qué sentido?
En estos días salió un comunicado de la Sociedad de Anestesiología de Chile porque los niños venezolanos entran a los hospitales con una tontería y salen muertos. Este año pasó con fuerza, así que hubo denuncias públicas al respecto. De pronto, el organismo decía que nosotros teníamos una predisposición genética para la anestesia. Eso fue terrible, porque es falso. ¿Qué es esos? ¿Todo un país tiene una predisposición genética? (hace una pausa) Entonces, médicos chilenos salieron a decir que eso no podía ser. Y estuvo bueno que hubiera ese roce entre ellos. Pero, en general, el migrante forzado se ve como una persona que en vez de aportar quita, y que la está pasando increíble mientras los oriundos la están pasando mal. Al menos esa es la visión que se tiene en Chile, y me interesaba derrumbar eso.
¿Qué rol tiene la literatura en el sentido de generar empatía?
Creo que es una de las pocas artes que puede no solo provocar un efecto, sino también entablar una conversación profunda. Puede ser breve o muy larga, y uno puede retomarla con el tiempo, volver a hablar con ese libro a través de la relectura. Trato de no imponerles responsabilidades a los libros de otros autores, pero el mío nació con una. Los escritores tenemos una herramienta muy poderosa, que puede usarse de manera rebelde, íntima y difícil, como todas las cosas que valen la pena. Atrás queda la tierra nunca quiso ser cómodo: pretendía hablar de lo que no puede decirse en voz alta, de lo que duele. Escribir permite volcar esas palabras con calma, revisarlas, afinarlas, volver sobre ellas. Y esa conversación solo puede darse entre un libro y una persona; difícilmente la puedan tener dos personas.