Regular lo malo
El jueves 9 de octubre, la Comisión de Regulación de Comunicaciones -CRC- presentó las normas para las alocuciones presidenciales, como respuesta a una sentencia del Consejo de Estado que surgió de una tutela interpuesta por ciudadanos que consideraban que las intervenciones de Petro en canales privados no respondían a situaciones excepcionales y vulneraban el pluralismo informativo
El jueves 9 de octubre, la Comisión de Regulación de Comunicaciones -CRC- presentó las normas para las alocuciones presidenciales, como respuesta a una sentencia del Consejo de Estado que surgió de una tutela interpuesta por ciudadanos que consideraban que las intervenciones de Petro en canales privados no respondían a situaciones excepcionales y vulneraban el pluralismo informativo. La norma, que obliga a justificar las intervenciones del primer mandatario, a restringirlas a asuntos urgentes y a establecer un límite temático y temporal, fue calificada por el Gobierno como censura y persecución política. El viernes 10, la misma CRC pidió a los canales privados del espectro televisivo informar sobre las "políticas internas, directrices o prácticas que aplican para garantizar que la información difundida en espacios periodísticos y noticiosos cumpla con los criterios de imparcialidad, objetividad y veracidad", y anunció que exigirá documentos como manuales, guías, reglamentos, procedimientos, actas de reunión o protocolos editoriales sobre la producción de sus contenidos. La norma fue considerada por los medios como censura y se interpretó como una represalia. Más allá de las exigencias, que quizás derivarán en la entrega de actas escritas por ChatGPT y leídas, probablemente, por otra "inteligencia" hasta lograr la aprobación de un funcionario, como ocurre con tantas regulaciones que obligan a pasar horas "diligenciando" planillas, esas medidas se mueven en una frontera que roza los límites de la libertad de expresión, y la deja expuesta al criterio (o al veto) de algún censor, como en tiempos del Imprimátur. Sin embargo, desde el punto de vista del espectador (a quien prefiero llamar ciudadano), someterse a soliloquios presidenciales interminables o a publirreportajes políticos disfrazados de noticieros puede afectar la libertad de discernimiento, que está apoyada en el acceso a una información contrastada, diversa y clara en sus formatos. Esta polarización, reflejada en todas las redes sociales, está más exacerbada en la televisión nacional, que ya es un dinosaurio. Aquellos tiempos en los que la familia se reunía alrededor del noticiero para conocer los sucesos del día, o en los que se interrumpían súbitamente la telenovela o la comida por una alocución presidencial, han dado paso a la era de la suscripción, y ya ni eso, pues cada cual recurre a su teléfono para que el algoritmo le muestre tendencias y mediadores, según sus elecciones previas. La obsolescencia de la tele hace extemporáneos estos controles de la CRC, y aunque el territorio de disputa hoy siga siendo el de las comunicaciones, las medidas recientes afectan poco a los menores de setenta, a menos que carezcan de alternativas. Ahí sí cabe una preocupación por la pobreza del capital simbólico al que se enfrentan, precisamente, quienes tienen menos opciones de informarse. Más allá de regular la televisión, lo que sí preocupa es ese descuido del lenguaje en la comunicación pública, que encabeza el Presidente y que se extiende a muchos medios. La incorrección y el desdén por la gramática afectan la calidad del pensamiento y del debate, especialmente en las nuevas generaciones que aprenden a partir de esos referentes. En ese sentido, veo similitudes entre los medios que confunden opinión con información y los mensajes presidenciales, que hacen lo mismo, y que cada vez son más impulsivos y peor dichos y escritos. Dirigirse a la ciudadanía desde el poder significa considerar la forma del discurso y tiene que ver con esa regulación propia de la escritura, que revisa, filtra y relee, y que, al respetar la forma, respeta la inteligencia del interlocutor y lo trata, no como un amigote, sino como un ciudadano.
Habitación propia
Yolanda Reyes