Proteger el espíritu en tiempos electorales
Recientemente leí de un tirón los chats de dos grupos que había dejado de abrir por un par de días
Recientemente leí de un tirón los chats de dos grupos que había dejado de abrir por un par de días. En ambos -completamente distintos- se había desatado una fuerte discusión política sobre algún tema que, incluso, ya ni recuerdo. Lo que sí tengo presente es el tono: la ausencia de escucha y la descalificación del otro. Me pregunto si, de haber sido presencial, la conversación habría alcanzado el mismo nivel de hostilidad. Este pequeño episodio es apenas un abrebocas de lo que se avecina con el proceso electoral. Si seguimos así, el debate político nos encontrará convertidos en una sociedad partida en dos, incapaz de soñar y construir juntos. ¿Ese es el futuro que queremos? Probablemente no, pero es el que estamos construyendo. El desacuerdo es natural -y necesario- para enriquecer la democracia. Pero la manera como hoy se tramita en Colombia trasciende lo ideológico y genera una fractura emocional en el tejido social: las diferencias se transforman en emociones corrosivas que deshumanizan al otro y reducen la vida pública a una lógica binaria de "buenos" y "malos", "nosotros" y "ellos". Atrincherarse en las esquinas se ha convertido en una forma de habitar lo público que relega a la población al papel de provocador o espectador. La violencia, la corrupción, el quebrantamiento de la democracia y el debilitamiento de las instituciones no admiten relativización ni silencio. Pero reconocer lo intolerable no significa encerrarnos en cajas de resonancia donde solo escuchamos a quienes piensan como nosotros. Sin exposición a otras visiones y argumentos, cada uno termina hablándole a su propio reflejo, convencido de que la única opción válida es la propia, e incapaz de cuestionarse por qué los otros ven y sienten las cosas de forma distinta. Cuando no se reconoce al que piensa distinto, se reduce la disposición a escuchar y comprender, se radicalizan las posturas propias y se endurece la voz. En Colombia, el eje de la conversación ciudadana ha dejado de ser un espacio de entendimiento y se ha transformado en una arena donde lo importante es demostrar que el otro está equivocado. Escuchamos no para comprender, sino para responder. Llegamos a la conversación con la "taza llena", con ideas tan rígidas que no dejan espacio para algo nuevo. No nos damos la oportunidad de preguntarnos qué de lo que dice el otro nos interpela. Llegar "con espacio en la taza" implica mantener una visión propia, pero también la disposición de escuchar, acoger y sentir al otro, para luego discernir qué de eso merece quedarse. La identidad que hemos construido de nosotros mismos nos dificulta cambiar de opinión, porque hacerlo puede sentirse como renunciar a una parte de lo que somos. En el fondo, lo que pesa no es la razón, sino el miedo a cómo nos juzgan los demás. Se equivocan quienes piensan que para construir basta con debatir; para construir hay que comprender y para comprender hay que saber escuchar y sentir. No se trata de relativizar principios ni de correr la frontera de lo ético: se trata de ampliar la comprensión de la realidad. ¿Cómo puede avanzar un país atrapado en una confrontación tan profunda, donde el desacuerdo se convierte en afrenta, el presente se ahoga en ruido y desconfianza, y la única forma de pertenecer parece ser tomar partido? Proteger el espíritu en tiempos electorales no significa despolitizar la conversación, sino elevarla. Significa cuidar la parte más humana de nosotros: esa que aún puede escuchar sin odiar, discernir sin romper y mirar al otro sin reducirlo al estigma que le pusimos. No se trata de apagar la pasión política, sino de templarla con sensatez, empatía y reflexión.
La disposición de escuchar
Juliana Mejía Peláez