¿Un Frankenstein o política pública?
¿Podremos algún día dejar de producir dolores y vacíos para empezar a generar oportunidades y confianza? Hemos soñado con un país donde nacer pobre no sea una condena, donde la educación abra puertas, el trabajo dignifique y la vejez se viva sin miedo
¿Podremos algún día dejar de producir dolores y vacíos para empezar a generar oportunidades y confianza? Hemos soñado con un país donde nacer pobre no sea una condena, donde la educación abra puertas, el trabajo dignifique y la vejez se viva sin miedo. Pero esa promesa -la del futuro mejor- se ha roto tantas veces que hay que reconstruirla. Desde que nacemos hasta que morimos, la política pública debería acompañar nuestro ciclo vital. En la niñez, con vacunación, nutrición, espacios seguros para jugar y aprender. En la juventud, con educación de calidad, cultura, deporte y oportunidades reales de formación y emprendimiento. En la adultez, con empleo digno, acceso a vivienda, independencia económica y tiempo para la vida. Y en la vejez, con seguridad social, pensiones justas y atención médica oportuna. Esa debería ser la arquitectura de un Estado humano, uno que entienda que la política no se diseña para sectores, sino para personas. Pero lo hemos fragmentado todo. Nuestra política pública es hoy una gran colcha de retazos, un Frankenstein armado con pedazos de programas, decretos y proyectos que intentan parecer una estrategia integral de desarrollo social -o, en otras palabras, un intento de atender al ser humano integralmente- sin lograrlo. Cada año, el país ejecuta más de 600 billones de pesos entre el Presupuesto General de la Nación, el Sistema General de Regalías y los presupuestos propios de los territorios (según la contabilidad nacional y el Informe de Finanzas Territoriales del Ministerio de Hacienda). Pero esos recursos, lejos de actuar de forma armónica, se dispersan en miles de programas inconexos, en pedazos del Frankenstein. Muchos de esos programas están superpuestos o sin evaluación de impacto. Hemos confundido la gestión con el propósito, planear con llenar formatos, ejecutar con justificar, y gobernar con administrar. En lo público, perdimos el sentido de la gente. Mientras tanto, la desconfianza se volvió estructural. Según el ‘Índice de percepción de la corrupción 2024’, de Transparencia Internacional, Colombia obtuvo 39 puntos sobre 100. Es decir, seguimos bajos en materia de integridad pública. El ciudadano siente que el Estado existe, pero no para él. Y cuando la confianza se rompe, todo lo demás -las leyes, los programas, los discursos- se vuelve ruido. Sin embargo, es posible otro camino. Países como Finlandia, Nueva Zelanda o Dinamarca lo entendieron hace tiempo y pusieron al ciudadano en el centro. Diseñan políticas desde la vida cotidiana. Allá, los niños tienen escuela y tiempo de ser niños; los jóvenes no mendigan oportunidades, las crean; los adultos no trabajan por miedo a la pobreza, sino por vocación, y los mayores envejecen sabiendo que el Estado no los olvidará. Poner al ciudadano en el centro no es un eslogan, es un deber ético. Es recordar que cada decisión pública -cada presupuesto, cada programa, cada decreto- debe responder a una pregunta simple: ¿mejora la vida de alguien? Si la respuesta es no, entonces no es política pública, es burocracia con disfraz de gestión. Es un pedazo más que añadimos sin sentido. Colombia no necesita más diagnósticos ni discursos sobre la transformación o el cambio. Necesita coherencia, propósito y acción con sentido. Que la política pública vuelva a ser la herramienta para cumplir la promesa más básica del contrato social: "devolvernos el creer que el mañana puede ser mejor". Quizás el verdadero acto de fe hoy sea seguir creyendo que es posible. Porque mientras haya un niño que coma bien, un joven que encuentre empleo digno, una madre que no tema enfermarse o un abuelo que no muera solo, habrá esperanza. Y justo ahí, en ese hilo invisible de humanidad, es donde la política pública puede dejar de ser un Frankenstein y recuperar su alma, ser la herramienta que mejora la vida de las personas.
Poner al ciudadano en el centro
Patricia Rincón Mazo
Colombia no necesita más diagnósticos ni discursos sobre la transformación o el cambio. Necesita coherencia, propósito y acción con sentido.