El peso de Punta Peuco
Dos eventos, aunque distanciados apenas por unos días, han puesto de manifiesto de qué manera el problema de los derechos humanos y las posiciones discordantes que suscitan subsisten en la cultura política chilena
Dos eventos, aunque distanciados apenas por unos días, han puesto de manifiesto de qué manera el problema de los derechos humanos y las posiciones discordantes que suscitan subsisten en la cultura política chilena.
El Presidente Gabriel Boric, luego de la aprobación por parte de la Contraloría del decreto que la contiene (recordando que los ancianos de Punta Peuco tienen derechos sanitarios, algo que sería útil se recordara respecto de todos los privados de libertad) y ya hacia el final de su gobierno, y cuando todo en él inevitablemente expira, anuncia el cierre o la transformación definitiva de Punta Peuco con el argumento de suprimir el trato que en su opinión lesiona de igualdad, suprimir los privilegios de que gozarían entre cuatro paredes los condenados por violaciones a los derechos humanos, entre ellos la desaparición de personas. Pero todos saben que las penas privativas de libertad, como su nombre lo indica, solo autorizan al Estado a amagar la libertad del ciudadano, pero no a infligirle otro maltrato adicional. El argumento de que suprimir Punta Peuco homenajea a la igualdad que ese recinto lesionaría es evidentemente erróneo, porque la igualdad no puede ser alcanzada por la vía de igualar el maltrato (el Presidente tiene toda la razón cuando dice que no es razonable que existan recintos carcelarios de primera y segunda categoría, el problema es que la situación no mejora cuando se decide que todos pertenezcan a esta última clase).
La candidata Evelyn Matthei, por su parte, en un arranque, es de suponer de sinceridad -esa sinceridad que brota cuando la ansiedad disminuye el autocontrol-, atribuyó, por boca ajena según aclara ahora luego del revuelo que causó, anhelos de venganza a algunas personas empeñadas en el plan de búsqueda que impulsa el Gobierno. Se trata de una frase, carente de todo sustento, y que en el debate de Archi sostenido ayer intentó aclarar diciendo que simplemente describía lo que otros pensaban, sin explicar, sin embargo, por qué, si no lo compartía, no criticó eso que, según dice ahora, describía (¿o será, como suele ocurrir con quien piensa algo que sabe inadecuado, que, necesitada de decirlo, prefirió atribuirlo a otro?). Y acto seguido, se refirió -en términos, cómo decirlo, de una leve frivolidad- al caso de los desaparecidos refiriéndose, en tono coloquial, a la existencia de "cualquier cantidad de restos humanos" en los que no se habría practicado la prueba de ADN. Esto puede ser cierto, y reprochable, pero una descripción de esa índole no parece formulada por quien rechaza la forma en que se ha tratado el problema. En esa frase suya (y en otra en que reiteró el tono anterior: "Es bien raro que estén buscando -dijo- cuando tienen no sé cuántas cajas de osamentas") se cuela involuntariamente un desdén de sobremesa, una cierta ligereza para referirse a un problema de innegable hondura moral. Una ligereza, claro está, cabría conceder, involuntaria; pero todos saben desde Freud que la verdad se cuela cada vez que la voluntad se ausenta.
Pero así las cosas, lo que prueba este par de incidentes es que los derechos humanos o, más bien, la situación de las víctimas aún desaparecidas y cuyo destino se desconoce sigue siendo un problema que zahiere no solo a los familiares de las víctimas, sino también a los políticos en su conjunto, especialmente a quienes en su momento callaron. Aunque a las primeras, las víctimas, las hiere el olvido y el maltrato que aún como se ve padecen, y a los segundos -no vale la pena engañarse- los hiere una cierta mala conciencia que los obliga a eludir con miles de explicaciones y con equívocos no los desaparecimientos, algo que no es posible de hacer a estas alturas, sino como una manera de eludirse a sí mismos y a la actitud silente que tuvieron cuando estos hechos luctuosos se verificaron.