La Constitución no se toca
La Constitución funciona esencialmente bien, y los retoques que se plantean son de un nivel de detalle que se prestan para eternas discusiones en momentos en que las prioridades son otras.
La última reforma constitucional de envergadura fue en enero de 1997: está por cumplir tres décadas. Buena parte del texto de 1967 no se tocó en esa oportunidad, por lo que en 2026 cumplirá 60 años de aprobado. Si excluimos nuestra primera Constitución de 1830, vigente hasta 1918, ningún pacto constitucional perduró pues por tanto tiempo.
Nuestra carta magna incluye definiciones de todo tipo en el ámbito de los comicios. Por tanto, para poder cambiar o ajustar nuestro sistema de elecciones, muchas veces el único camino posible es el de reformarla. El asunto está en que en nuestro país existe, desde siempre, la sabia decisión de que cada cambio constitucional debe ser refrendado por el pueblo. Se trata de un excelente reflejo republicano, que forma parte de nuestra mejor tradición política, y que no es algo que ocurra así en otras democracias relevantes, como por ejemplo en Estados Unidos o en Francia.
Evidentemente entre 1997 y nuestros días ha pasado mucha agua bajo el puente. Gobernó, por ejemplo, por tres períodos el Frente Amplio (FA), y está en su cuarto mandato. Y se conformó una coalición gobernante de partidos tradicionales, tanto en 1999 como en 2019 (junto a otros aliados), que enfrentó, cada vez, crisis gigantescas: la económica y financiera de 2002, esencialmente importada de la región, y la de la pandemia Covid en 2020. En estas tres décadas se fueron asentando pues dos bloques políticos, alineados en torno a la elección presidencial con balotaje definida a partir de la reforma de fin del siglo pasado.
Así las cosas y pasado ya el ciclo comicial 2024-2025, algunos integrantes del sistema político han planteado la iniciativa de reformar la Constitución de manera de ajustarla mejor a las circunstancias actuales. Por ejemplo, todo el mundo considera que estamos ante un ciclo muy extenso, que se inicia en junio de un año con las internas partidarias y se termina recién al año siguiente con las municipales de mayo.
También, hay cuestiones técnicas, como la posibilidad de reajustar la acumulación por sublema en la elección de diputado, o como la idea de evitar la instancia de balotaje si el partido que llega primero en octubre alcanza mayoría absoluta en ambas Cámaras.
Hay optimistas que creen que podría haber un acuerdo entre bloques para alcanzar un proyecto de consenso partidista que, sometido a la voluntad popular, alcance consensos amplios. Se trata de un proceso similar al ensayado en 1995- 1996, cuando negociaciones partidarias amplias dieron lugar al proyecto aprobado por el pueblo en enero de 1997.
Empero, hay una visión más pesimista, o realista, que alerta fuertemente sobre los enormes riesgos que implica ingresar en este camino reformista.
En primer lugar, está el viejo dicho inglés: si no está roto, no lo arregles. La Constitución funciona esencialmente bien, y los retoques que se plantean son de un nivel de detalle que se prestan para interminables discusiones en momentos en que las prioridades del país son otras. En segundo lugar y más importante, abrir la puerta a una reforma constitucional es una manera para el Uruguay liberal de siempre de comprarse un problema enorme y de resultados inquietantes.
En efecto, si el proyecto de pequeños retoques electorales no llegare a buen puerto, perfectamente el FA podría decidir cortarse solo y plantear a la ciudadanía un proyecto propio y maximalista, que por ejemplo terminara con el balotaje, instalara el voto en el exterior sin garantías de la Corte Electoral, y modificara la matriz filosófica liberal de nuestra Constitución. ¿Y quién garantiza que ese proyecto no termine alcanzando una mayoría en las urnas, cuando el FA ha demostrado ser capaz de movilizar sus bases de manera de estar muy cerca de alcanzar esas mayorías con argumentos proselitistas falaces y demagógicos, como fue el caso por ejemplo con el referéndum de marzo de 2022?
No estamos en el escenario de 1996 ni en el de 1966. El FA de hoy conserva potentes reflejos antiliberales con enormes apoyos internos. Abrir la posibilidad a una reforma electoral mínima del lado de los partidos republicanos es muy temerario, porque aquí lo mejor volvería a ser enemigo de lo bueno.
Las estrategias electorales que se fijen para lograr que el bloque coalicionista gane las próximas elecciones tienen que trabajar con la realidad de reglas de juego que existen hoy. Seguramente, se precisará inventiva y audacia. Pero también y sobre todo mucha prudencia y realismo: la Constitución no se toca.