El poder sin freno
La democracia no se mide solo por el origen del poder, sino por sus límites.
Vigilar al poder no es desconfiar de la democracia: es ejercerla. Sin control, el poder se desvía, y cuando los límites se relativizan, la república empieza a desvanecerse en silencio.
Karl Popper lo expresó con claridad: "La democracia consiste en poner bajo control al poder político". Esa idea, tan simple como esencial, resume la diferencia entre un Estado de derecho y un poder sin freno. Popper coincidía con Hobbes en un punto central: el poder necesita límites porque ningún ser humano es inmune a la tentación de abusarlo. No se trata de sospechar de las personas, sino de impedir que ninguna voluntad quede fuera del control institucional. Las democracias se erosionan cuando los límites se interpretan según la conveniencia del momento, la Constitución se acomoda a los intereses de turno y los organismos de control se transforman en extensiones del gobierno. Montesquieu formuló con lucidez: "Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder frene al poder".
Ese equilibrio -la independencia de la Justicia, el control parlamentario, la libertad de prensa- es lo que mantiene viva a una república. Cuando esas barreras se debilitan, el poder deja de rendir cuentas y comienza a autolegitimarse. Hannah Arendt alertó que el poder se vuelve tiránico cuando ya no encuentra oposición. Lo vemos cuando la crítica se descalifica, la transparencia se posterga y la institucionalidad se reemplaza por lealtades partidarias. Es entonces cuando la república se transforma en un escenario de concentración y obediencia.
El prestigio de las instituciones es el termómetro más sensible de la salud democrática. Y cuando se resquebraja, las democracias envían señales. Todas tienen algo en común: la erosión del límite. Primero, la concentración del poder: el Ejecutivo amplía sus facultades y el equilibrio entre poderes pasa a verse como un obstáculo. Luego, la captura institucional: las designaciones partidarias sustituyen la idoneidad por la obediencia, y los organismos de control dejan de controlar. Después, el hostigamiento al disenso: se presiona a la prensa crítica, se intimida a los opositores y se instala el miedo a disentir. Todo bajo formas sutiles: recortes, demandas, exclusiones, estigmas.
Mientras tanto, el debate público se degrada. Los argumentos ceden lugar al agravio, la deliberación se convierte en espectáculo y el adversario pasa a ser un enemigo a destruir. En ese clima, la ley se vuelve elástica: el fin justifica los medios, las normas se doblan si conviene y los controles se aplican según quién esté en el poder. Finalmente, llega la desafección ciudadana: el cansancio, la apatía y el descreimiento.
La democracia no se mide solo por el origen del poder, sino por sus límites. Como escribió Bobbio, su calidad depende menos de quién gobierna y más de cómo se evita que quien gobierna traspase la ley. En última instancia, el control del poder no es un acto de desconfianza, sino de responsabilidad cívica. Por encima de todo esto hay una dimensión profunda: la cultura democrática. Es el hábito de aceptar límites, de respetar la ley aunque no convenga. Es la convicción de que las reglas no están para proteger al gobierno, sino a los ciudadanos frente al poder. La democracia no se defiende con consignas, sino con límites efectivos, instituciones firmes y ciudadanos vigilantes. Porque cuando el poder deja de tener freno, la república no se derrumba: se entrega.