La educación y el olvido
El mundo de la vida no se puede reducir al mundo del trabajo. En ese sentido, la educación no puede subordinarse al mercado laboral.
En un reciente artículo, Ignacio Munyo sostiene que la crisis educativa uruguaya sería, en lo esencial, el resultado de una desconexión persistente entre aulas y mercado laboral, y que la cura consistiría en asumir un modelo que subordine la educación a las necesidades de las empresas y a los requerimientos de la eficacia como una especie de valor social incuestionable. Me parece una opción lógica. Si uno atiende a los tiempos en que vivimos, sin duda parece lógico que los problemas de falta de empleo deban paliarse con una reforma educativa que facilite la conexión entre la formación y el mercado laboral.
La lógica de los tiempos, no obstante, no siempre es deseable desde el punto de vista humano. No podría estar de acuerdo con Ignacio Munyo bajo ningún concepto. La subordinación radical de la educación al mercado laboral no es deseable. Hay muchas cosas en la vida cuyo significado no se adquiere de la utilidad, y no estoy hablando por amor a la filosofía ni al resto de los saberes de los que muchas veces predicamos inutilidad. Uno no tiene que ser un talibán ni un anticapitalista para sostener que el mercado laboral no puede regir el mundo de la educación. Tampoco se trata de hacer la crítica de la hiperproductividad que ya encontramos en todos lados; no me interesa esa postura.
Lo que me interesa subrayar es que el mundo de la vida no se puede reducir al mundo del trabajo. En ese sentido, la educación no puede subordinarse al mercado laboral. La educación tiene más que ver con la transmisión de la cultura, con la comprensión del mundo en común y con la formación de la persona humana que con la adquisición de capacidades profesionales. Cuando Husserl habla del mundo de la vida, se refeiere a aquello que antecede a cualquier forma de abstracción, de teoría o de organización funcional del mundo. Es el trasfondo originario en el que vivimos antes de pensar en él, el conjunto de experiencias compartidas, de sentidos heredados, de evidencias que no necesitan demostración porque están encarnadas en nuestras prácticas, en nuestro lenguaje, en nuestras formas de habitar. Me parece que una educación que pierde contacto con ese suelo común corre el riesgo de volverse un sistema que enseña a operar, pero no a comprender. Y cuando se interrumpe esa relación entre educación y mundo de la vida, la formación no parece ser mucho más que entrenamiento.
Uno podría objetar que adquirir capacidades es, en realidad, formar a la persona. De hecho, el ideal de formación, tan alemán que resulta lejano, implica el ascenso a lo universal. Podría ser que el universal no fuera deseable y que, en realidad, las capacidades justificaran lo particular; que en el desarrollo de las capacidades residiera la potencia de lo individual. Dudoso. Al final, lo que se está diciendo es que lo individual no es más que aquello que se ajusta, de alguna manera, a los universales necesarios del mundo del trabajo. Esas capacidades no sirven al individuo, sino al mercado laboral, que impone sus reglas y requerimientos.
La educación orientada únicamente al mundo laboral deja de transmitir la cultura y lo que sostiene el mundo en común. A menos, claro, de que uno quiera sostener que el mundo que compartimos es sólo y nada más que el trabajo. Está bien que la economía precise técnicos, pero la vida de los hombres en común precisa que sean capaces de comprender el mundo que habitan, preguntarse por su condición y no sólo extraer del mundo lo necesario. Me parece que un país que sólo se prepara para el mercado del trabajo pierde la capacidad de pensarse a sí mismo. Podrá pensar su futuro desde la producción, la productividad y la eficiencia como valor central. Pero me preocupa, fundamentalmente, que no aparezca la pregunta por el quién que lo dirige.
Ese quién, ¿de dónde surge si la educación queda restringida al espectro de condiciones justificables dentro del ámbito del trabajo? ¿Qué es ese quién que resulta solamente de las funcionalidades comportamentales valoradas por las empresas?
Cuando uno sostiene que la empresa debe establecer los criterios de la educación, está defendiendo, sin ninguna duda, que la formación humana quede subordinada a esas funcionalidades. ¿No significa, acaso, que el ámbito del trabajo se absolutiza y termina por determinar nuestra imagen del hombre? La reducción de los bienes a los provistos por el mundo laboral significa acabar con los quiénes. Se ha hablado en distintas ocasiones de la hiperburocratización de la sociedad como la fabricación de nadies. No me parece impensable que exista una relación semejante cuando el mundo de la vida se reduce al mundo del trabajo.
Aclaro que no estoy diciendo que sea indeseable contribuir a la profesionalización de quienes necesariamente deben vivir del mercado laboral. Lo que defiendo, y no me importa en absoluto que se me acuse de talibanismo cultural o de elitismo rancio, es que, si el mundo de la vida se reduce al mundo del trabajo, si la educación está signada y dirigida por el mercado, se sigue una catástrofe humana impensable. Suena, por supuesto, exagerado. Decir "catástrofe humana" parece como gritar "lobo" cuando no hay lobo. Pero no seamos lógicamente ingenuos, no asumamos que la lógica de los tiempos, esa aparente concordancia entre ciertas ideas y los requerimientos objetivos de un ámbito de la realidad, sea buena. Una cosa es la lógica y otra lo bueno.
A mí me importa que los hombres no se despersonalicen, que el mundo de la vida no quede reducido al trabajo, que el sentido de la vida en común no se pierda en las generalidades de un ámbito que, siendo importante, no puede ocupar el espectro entero de lo humano.
Lo máximo que puedo esperar es que la "dualidad" de la que habla Munyo implique, también, el recurso a una visión no reductiva del mundo de la vida. Pero no lo veo suficientemente explícito como para dejar de cuestionarlo. La revolución de Munyo me parece lógica y sensata. Pero descreo radicalmente de ella. También ciertas revoluciones vieron necesario cortar cabezas según la ferocidad de su propia lógica interior. Lógica interior tiene todo. Incluso puede estar profundamente asentada en su época y verse justificada por ella. Quizá convenga recordar que los tiempos rara vez van de la mano del fundamento de lo humano.