Paz mundial
El primer Mundial XXL refleja bastante bien el mundo actual: más grande, más largo, más fragmentado, más agotador, más turbio.
Para entender cómo llegamos a este punto, hay que ir hasta Brig-Glis, un pueblito suizo cerca de la frontera con Italia.
Ahí, a los 18 años, Giovanni Vincenzo Infantino se presentó por primera vez a una elección: la de la presidencia del equipo de fútbol. No tenía carrera como jugador, competía contra tipos mayores y era el pelirrojo con pecas que parecía condenado a perder. Pero ganó.
Lo hizo con una promesa simple, artesanal, perfecta. Si lo elegían, su madre iba a lavar las camisetas del plantel. Gratis. Cada semana. Infantino entendió muy rápido la primera ley de la política: la transacción.
Décadas después, ese mismo chico, hijo de inmigrantes italianos y abogado de derecho deportivo, fue escalando hasta heredar la FIFA tras el derrumbe de Sepp Blatter en medio de escándalos de corrupción. Llegó a Zúrich con dos promesas: limpiar la imagen y, sobre todo, volver a llenar la caja. Desde entonces fue reelecto sin oposición en 2019 y 2023. En su Suiza natal lo bautizaron como el nuevo Sonnenkönig -el Rey Sol-, evocando a Luis XIV y sus desbordes de vanidad.
Infantino, que viaja en un avión qatarí, defendió en 2022 la elección de Qatar como anfitrión con aquel discurso inolvidable e exquisito ("Hoy me siento qatarí, hoy me siento árabe, hoy me siento gay, hoy me siento discapacitado, hoy me siento migrante"). Ningún cuento suyo sonó tan falso como el día en que juró que hablaba desde el corazón.
Después, le vendió el Mundial de 2034 a Arabia Saudita, no sin antes tirarnos unas migajas de la vuelta al mundo de 2030. Pero volvamos a 2025. La relación Donald-loves-Gianni-loves-Donald-loves-himself merece un capítulo aparte. Infantino participó en Washington de la segunda toma de posesión, se volvió habitué de Mar-a-Lago y del Salón Oval, abrió una oficina de la FIFA en la Trump Tower de Nueva York, y estuvo en Egipto en una Cumbre de Paz por Medio Oriente.
Hablando de.Donald es el flamante ganador del Premio de la Paz de la FIFA. Más que merecido. Es "en reconocimiento a sus acciones excepcionales y extraordinarias para traer la paz al mundo", dijo Gianni durante el dantesco sorteo del viernes, mientras en su escondite María Corina se enjuagaba las lágrimas y Maduro bailaba al son de un "Peace, yes. War, no" pronunciado en un inglés de piloto de aerolínea. De un mundo así, lo lógico es esperar cualquier cosa.
Uruguay va a perder ante Cabo Verde, arañarle una victoria a Arabia Saudita y robarle un épico e innecesario empate a España. En la segunda ronda, Argentina va a sufrir (y mucho) para eliminarnos. Es mejor tener todo esto claro para que no estemos medio año ilusionados sin motivo.
Con un equipo en transición, jugadores imberbes y un técnico tóxico (sus palabras), no podemos aspirar a nada. La selección nunca se recuperó del atrincheramiento de Tabárez, de la inoperancia de Alonso, de la tozudez de Bielsa.
El primer Mundial XXL refleja bastante bien el mundo actual: más grande, más largo, más fragmentado, más agotador, más turbio.
Más que manzanas podridas, la FIFA tiene una encomiable eficiencia para convertirnos a todos en malpensados. Una estructura global, aceitada durante décadas, que funciona como una maquinaria de poder, plata y opacidad que cada cuatro años, de yapa, organiza el torneo más lindo del mundo.
Cinco años después de que Qatar ganara la sede, el Departamento de Justicia de Estados Unidos entró al Baur au Lac de Zúrich, hotel favorito de los jerarcas de la FIFA, y salió con una lluvia de acusaciones bajo el brazo.
La diferencia con etapas anteriores es que hoy casi nada se disimula. En lugar de negar vínculos turbios, la FIFA los publica en Instagram. Hay cosas que uno aborrece desde que se tiene uso de razón (la FIFA) y otras que la vida te enseña a despreciar (los premios de la paz paridos en Zúrich).
Sin que se le moviera un pelo, Gianni proclamó que la FIFA ha sido "el proveedor número uno de felicidad para la humanidad desde hace más de 100 años". Ni Dios se animaría a tanto.
Nada de esto va a importar cuando empiece el primer partido y dejemos de trabajar para ver lo que sea que estén pasando en la tele: la última declaración rimbombante de una "viuda de Tabárez", un partido de Curaçao o al esclavo de turno que le seca la nuca al "Chiqui" Tapia.
Un Mundial siempre será un Mundial (perdón por la obviedad) así que ahí estaremos a partir del 11 de junio, más allá de que cada vez más el fútbol sea una pieza del tablero geopolítico.
Si hace cuatro años Messi levantó la copa enfundado en una túnica catarí, en Nueva Jersey en unos meses no sería tan raro que el capitán de (¿Francia, España, Inglaterra?) la reciba, en un traje dorado, de manos de Donald y delante de una gigantografía del mismísimo presidente de Estados Unidos. Soñar no cuesta nada.
El partido más importante es el que determina quién se apropia del fútbol para contar su versión del mundo. Y ahí, al lado de las potencias, va a estar otra vez Gianni, el que empezó ofreciendo lavar camisetas y terminó ensuciando todo lo que toca.