Subirse al helicóptero
Uruguay tiene que dejarse ayudar. Tiene que subirse al helicóptero y no quedarse mirando cómo se aleja.
Uruguay está atrapado en un laberinto. El panorama es claro si se mira la evolución de las variables objetivas que determinan la calidad de vida: hace más de una década que el país está estancado en la mitad de la tabla del desarrollo global. Pasan gobiernos de distintos partidos y orientaciones, pero no pueden hacer funcionar bien a un Estado que los trasciende, que crece en tamaño y en complejidad, y no logra mejorar su capacidad de ejecución.
En las últimas semanas empezó a sobrevolar un helicóptero por encima del laberinto. Uruguay mira hacia arriba y duda: no sabe si aferrarse a la cuerda que le tiran para salir, o seguir dando vueltas, convencido de que puede encontrar la salida solo, sin ayuda, apelando a la inercia de un pasado que ya no existe.
El helicóptero trae dos rescatistas, distintos, cada uno con sus peculiaridades: uno exige estrictas condiciones para que Uruguay pueda subir; el otro ofrece apoyo y acompañamiento, aunque pide cierto compromiso.
El primero es el Acuerdo Transpacífico -integrado por Japón, Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Malasia, Vietnam, Singapur, Brunéi, México, Chile y Perú (sumados son el 15% del consumo global)- que trae la aceptación unánime de sus miembros para que Uruguay pueda sumarse, siempre que esté dispuesto a aceptar las reglas de juego. Es un club exigente, que está en funcionamiento hace casi una década. No se entra sin cumplir, ni se permanece sin cambiar. Ingresar significa mejorar el acceso a mercados muy atractivos para la producción de Uruguay. Sin embargo, no se puede entrar sin aceptar readecuar el funcionamiento del Estado -en particular en compras públicas- para reducir barreras y mejorar competencia.
El segundo es la OCDE, con la silenciosa voluntad de que Uruguay inicie el proceso para convertirse en miembro pleno con todo lo que ello significa. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico -hoy integrada por 38 países democráticos que representan dos terceras partes de la producción mundial- fue creada en 1961 para compartir buenas prácticas entre sus miembros para que puedan avanzar más rápido en el desarrollo.
Integrar ese espacio refuerza la reputación del país y ayuda a impulsar mejoras en áreas críticas donde no se logra avanzar por cuenta propia.
La OCDE no impone todos los cambios fiscales y financieros que usualmente se le han endilgado. Sus miembros tienen derecho a hacer reservas y matices en casi todas las materias, y tienen la posibilidad de tener apoyo técnico y acompañamiento para mejorar el funcionamiento de las políticas públicas, a la medida de las necesidades de cada país. Por algo el gobierno de Milei acaba de firmar un memorando de entendimiento para poder ser miembro pleno.
La ayuda concreta para Uruguay debería enfocarse en la adecuación regulatoria, incorporando análisis de impacto en la elaboración de todas las normas y una revisión integral del gasto público. También debería incluir apoyo para reorganizar el sistema educativo, dotándolo de mayor autonomía funcional para adaptarse a distintos contextos, alinear el contenido a la realidad del país y agregar rendición de cuentas por los resultados. Al mismo tiempo, ese acompañamiento
debería extenderse a la seguridad pública, mejorando la información, la integración y la coordinación entre las instituciones responsables, así como la gestión del sistema carcelario.
La OCDE no ofrece diagnósticos abstractos sino acceso a expertos de primer nivel en gestión pública, experiencia en diseño e implementación de reformas y posibilidad de contrastar el desempeño propio con estándares internacionales. Algo que escasea en Uruguay. Algo tan básico como seguir una agenda con plazos, con el apoyo de aquellos que enfrentaron con éxito desafíos similares. Algo tan necesario como la posibilidad de ilusionar con la imagen de que cuando se hacen las cosas bien, los cambios producen resultados.
El ingreso a la OCDE se potencia con una mayor integración comercial con los países de la Unión Europea, que sería muy beneficioso para Uruguay: 22 de los 27 países de la UE son también miembros de la OCDE.
Varios Premios Nobel de Economía han mostrado que el desarrollo no es un accidente, sino el resultado de instituciones domésticas sólidas. Pero esas instituciones no se forjan en el vacío: se moldean en redes internacionales donde los países aprenden, se comparan y se disciplinan mutuamente. En ese intercambio circulan capacidades productivas, mecanismos de coordinación y, sobre todo, expectativas sobre el futuro. Integrarse a entramados institucionales avanzados multiplica la capacidad de diseñar y sostener políticas de desarrollo, porque introduce coherencia, reduce incertidumbre y aporta una credibilidad que, en soledad, rara vez se logra construir.
El paso del tiempo y la alternancia de gobiernos en Uruguay han dejado una evidencia incómoda: procesar reformas estructurales dentro del entramado institucional local es extraordinariamente difícil.
Desde hace años el diagnóstico se repite, casi sin matices: las reformas necesarias están identificadas, pero los avances son mínimos. Cambian los partidos y los énfasis, pero la incapacidad de implementarlas persiste. No se trata solo de gradualismo cultural ni de falta de convicción política; es, sobre todo, un problema de engranaje institucional y de un Estado que no logra funcionar como debería.
En ese escenario, integrarse a asociaciones internacionales estratégicas, coherentes con los intereses, valores y creencias del país, aparece como una vía concreta para destrabar lo que hoy sigue siendo irresoluble puertas adentro.
Uruguay tiene que dejarse ayudar. Tiene que subirse al helicóptero y no quedarse mirando cómo se aleja. Con el proceso de acceso al Transpacífico y a la OCDE, el país tiene una oportunidad para salir del laberinto complaciente en el que quedó atrapado hace demasiado tiempo: un encierro cuyas consecuencias negativas, si no se corrigen, serán cada vez más visibles con el paso del tiempo.