Noche sin paz
Mientras buena parte del mundo se dispone a celebrar la Navidad, en Ucrania no habrá "noche de paz", y millones de personas volverán a dormir bajo sirenas, apagones y misiles
Mientras buena parte del mundo se dispone a celebrar la Navidad, en Ucrania no habrá "noche de paz", y millones de personas volverán a dormir bajo sirenas, apagones y misiles. Hoy, hablar de un "plan de paz" suena más a hipocresía que a esperanza, sobre todo cuando la propuesta de Donald Trump parece calcada de los intereses del agresor. Esa "paz" es, a lo sumo, la antesala de la resignación. Desde hace más de dos décadas, Vladimir Putin ha demostrado que su idea de paz no tiene que ver con el respeto al derecho internacional, sino con la consolidación de hechos consumados. Invadir, resistir el costo diplomático, esperar el desgaste del adversario y, finalmente, exigir que el mundo legitime lo obtenido por la fuerza. Primero fue Crimea. Ahora es Ucrania. Esto no obedece a un malentendido geopolítico ni a torpezas diplomáticas acumuladas. Estamos frente a un régimen que no concibe la disidencia como un derecho, sino como una amenaza que hay que borrar del mapa. Esa lógica se aplica por igual a opositores políticos, reporteros y activistas en Rusia, y a países vecinos que se atrevan a defender su soberanía. La persecución del régimen ruso no se detiene en sus fronteras. Exespías, críticos del poder y periodistas incómodos han sido perseguidos y eliminados en el exterior, en operaciones diseñadas para matar, pero también para enviar un mensaje: no hay lugar seguro. No basta con actuar. Ni siquiera con abusar. Hay que aleccionar. Escarmentar. Esa misma mentalidad explica la guerra contra Ucrania. Para el Kremlin, ese país no es una nación soberana, sino una zona de influencia que debe ser controlada, castigada o disciplinada. Eso es lo que Trump no entiende. O no quiere entender. Ante este panorama, es inaudito que no pocos políticos, analistas e intelectuales justifiquen o relativicen las acciones de Putin bajo el argumento de que representa un contrapeso frente a Estados Unidos o Europa. Como si cualquier enemigo de Washington mereciera de antemano indulgencia y solidaridad. Ese es un razonamiento pobre y peligroso. Y más aún cuando ese supuesto contrapeso se levanta frente a un Estados Unidos gobernado hoy por un presidente populista y arbitrario, cuya cercanía -cuando no complacencia- con Putin desbarata cualquier pretensión moral. En ese contexto, justificar al líder ruso en nombre del antiamericanismo no es solo incoherente: es una forma ingenua o interesada de complicidad. Por otra parte, no sobra recordar que Putin no es de izquierda. En Rusia, la izquierda real, las voces inconformes y los sindicatos independientes son perseguidos, cooptados o neutralizados. El poder se sostiene sobre un nacionalismo autoritario, una alianza con la Iglesia ortodoxa más conservadora, una oligarquía económica voraz y un aparato represivo sin escrúpulos. Así que el llamado plan de paz que hoy circula, en vez de alimentar ilusiones debería disparar las alarmas. Si una propuesta exige que Ucrania ceda territorio, renuncie a garantías de seguridad y acepte que se consume la invasión, no estamos hablando de paz, sino de connivencia con la agresión. No se trata de un gesto navideño de sensatez, sino de cinismo puro y duro. Esta es la cuarta Navidad sin paz para Ucrania. La cuarta. Y eso debería bastar para desconfiar de cualquier solución cuya esencia consista en bajar la cabeza. La historia enseña que ceder ante el autoritarismo no lo modera: lo estimula. Una paz dictada por el agresor no es un regalo; es una amenaza pospuesta. Y en esta Nochebuena, mientras algunos brindan por acuerdos rápidos, los que creemos en la democracia -con todo y sus imperfecciones- no deberíamos olvidar que hay guerras que se perpetúan no solo por las bombas, sino por la cobardía moral o el cinismo de los que prefieren mirar para otro lado. puntoyaparte@vladdo.com
Punto y aparte
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