Oda a un príncipe gentil y discreto
George Harrison en la época de Dark Horse, a mediados de los 70
Cuando escucho a George Harrison tengo ganas de ser vieja
George Harrison en la época de Dark Horse, a mediados de los 70
Cuando escucho a George Harrison tengo ganas de ser vieja. Yo, que siempre digo que prefiero morir antes de llegar a los 73, que me retuerzo cada vez que escucho la palabra geriátrico, pongo cualquier tema, el que sea, "Wah-Wah", "Ballad Of Sir Frankie Crisp", "Here Comes The Sun", y quiero tener cuarenta años más porque mis treinta y seis me quedan chicos, porque estas arrugas no alcanzan, porque los abriles tendrían que multiplicarse, porque este tiempo no debería haber sido el mío.
Mi tiempo debería haber sido el tiempo de su melena oscura y corta, amontonada en la cabeza, de su pelo largo, largo hasta el pecho, largo ondulado, de su bigote anclado, de sus trajes de corbata lisos, ajustados, de sus camisas batik, sus pantalones claros y anchos, sus medias rojas, los vestidos de bambula, los flecos, las vinchas en medio de la frente y los cigarrillos uno tras otro. Mi tiempo debería haber sido el suyo. Y yo tendría que haber estado allí.
Con falda de invierno, medias oscuras y largas, una remera cuello de tortuga y lentes de marco dorado. Yo debería haber ido a verlo tocar junto a sus compañeros de The Beatles en el show de televisión del estadounidense Ed Sullivan, durante esos años en que Liverpool todavía estaba tan cerca que apenas podía imaginarse que iba a llegar a la India.
Debería haber gritado su nombre hasta olvidar el mío. Yo tendría que haber estado ahí. Descalza, con los pies llenos de tierra, los ojos apenas abiertos, en cualquiera de sus recitales como solista, en el concierto por Bangladesh, en el último que dio aquel 6 de abril de 1992 en el Royal Albert Hall de Londres.
Tendría que haberlo escuchado tocar la guitarra, el sitar, el violín, el arpa hindú, con esos dedos que al rozar las cuerdas en verdad querían entender por qué. Tendría que haberlo escuchado cantar "My Sweet Lord" como lo hacía, con esa voz que se confunde con los instrumentos, porosa, magra, dulce, algo ronca, abrigada, que a veces marca una consonante, cualquiera que sea, para quebrar apenas la paz que provoca y para que quien escucha recuerde que sí, que es él, que es cierto.
George canta como la naturaleza. Su música es el rocío blanco que cae sobre el pasto recién cortado de un jardín que más que jardín es campo. Es la mañana. El comienzo del día, el principio de la vida.
En sus canciones los acordes parecen encontrarse por primera vez, hallar el propósito, entender para qué existen. Como si George tocara y al tocar los creara.
¿Que escuchaba antes de escucharlo?
George canta como un hombre atrapado en el fondo de un aljibe que grita para sobrevivir con la suavidad del pétalo de una rosa rosa. Y desde ese pozo, su pozo, dice: "Dame amor, dame amor, dame paz en la Tierra. Dame luz, dame vida, hazme libre. Dame esperanza, ayúdame a soportar esta carga mientras intento tocarte y alcanzarte, con mi corazón y con mi alma".
Su melodía es la melodía del chico nacido en Inglaterra en los 40 que nunca quiso dejar de aprender, la del sabio, la del adulto que perdona. Que perdona todo. Que perdona lo imperdonable. Con su boca de mejillas duras, de mejillas duras y pómulos altos, de mejillas duras y pómulos altos y ojos transparentes, George canta y canta porque cuando habla también canta.
Y no tiene prisa. Su música es justa y gentil. Anaranjada, apenas celeste. Es la armonía del gigante, del tapado, del monstruo bueno, de quien esperó para decir y se nota, porque lo hace sin peso, sin esfuerzo, sin duda, con una delgadez monárquica, filiforme y fatal, y esa nuez en la garganta que hipnotiza y hace creer que es allí donde sucede, que ese punto rígido en su cuello no es más que el centro del mundo. El aleph de Borges. El infierno.
La voz de George viene del infinito. Es el sonido que desgarra, que ingresa en el cuerpo por un hueco cualquiera, que se mete sin freno, que lo acapara todo, que alimenta y alimenta pero alimenta mucho, tanto que mata y al matar despelleja, de a poco, y deja al descubierto la verdad.
A mí George me revela. Me expone. Yo escucho su música porque la necesito. Porque tengo que hacerlo. Porque cuando no entiendo, cuando me confundo, es la certeza. Si paso algunos días sin ponerlo en casa, en el colectivo, donde sea, lo siento. Lo siento y lo escucho. De nuevo.
Me provoca tener ganas de ser vieja. Me vuelve a hacer sentir tan joven.