Miércoles, 06 de Agosto de 2025

Cuando ser disruptivo es defender las instituciones

ArgentinaLa Nación, Argentina 4 de agosto de 2025

En la Argentina, el populismo no es un estilo de liderazgo: es un sistema

En la Argentina, el populismo no es un estilo de liderazgo: es un sistema. Está institucionalizado. Las leyes, los organismos, las normas que deberían garantizar la defensa del individuo y su proyecto de vida han sido colonizadas por una lógica corporativa que prioriza grupos, castas, colectivos y organizaciones, protegiendo sus intereses y privilegios. En lugar de defender al ciudadano, el Estado se organiza para condicionarlo.

Ese populismo estructural -no solo político, sino también jurídico, económico y cultural- convierte a la república en un proyecto disruptivo. Muchas de las leyes e instituciones están diseñadas para obstaculizar la libertad, el emprendimiento y la responsabilidad individu al. En ese contexto, devolverle a la ley su espíritu original exige utilizar al máximo -y hasta el límite- todas las herramientas que ella misma permite.

En un país con instituciones sanas, ser disruptivo podría significar desbordar la legalidad. Pero en la Argentina ocurre lo inverso: el populismo está institucionalizado, y desandar esa maraña de regulaciones corporativistas requiere ser disruptivo precisamente en defensa del orden legal.

La república, en este contexto, no puede ni debe ser una cuestión de formas ni una etiqueta ceremonial. Debe ser una reivindicación radical del imperio de la ley al servicio del ciudadano, no del poder arbitrario. Defender las instituciones implica restablecer reglas claras que protejan al individuo y limiten los abusos del Estado.

Por eso, muchas veces, los estilos que se perciben como agresivos o rupturistas generan escándalo entre quienes confunden las formas con el fondo. Pero el verdadero problema no está en el tono, sino en el contenido: hay líderes que gritan pero respetan los límites institucionales, y otros que susurran mientras los corrompen. La obsesión con las formas, cuando no se acompaña de un juicio sobre la sustancia del poder, termina siendo funcional a la continuidad del régimen corporativo.

El populismo no es simplemente una retórica confrontativa ni una estética del enojo. Es un modelo de acumulación de poder que se apoya en un Estado omnipresente, que interviene, regula, tutela e infantiliza a la sociedad. Le dice al ciudadano qué consumir, qué producir y qué pensar. La libertad real es una amenaza para el populismo, porque implica autonomía frente al líder y al aparato. Por eso el populismo no suelta: invade y controla.

Nada de eso hace -ni puede hacer- un gobierno que ha eliminado más de 200.000 contratos públicos, cerrado organismos superfluos, recortado subsidios, eliminado la obra pública discrecional, achicado ministerios y eliminado la pauta oficial. Un gobierno así no construye hegemonía estatal: la desmantela. No necesita cooptar sindicatos, universidades o medios, porque no busca proteger privilegios, sino enfrentarlos. No necesita clientelismo, porque no reparte: libera.

Como bien señaló Giovanni Sartori, el populismo es intrínsecamente incompatible con la libertad individual. Allí donde el Estado lo puede todo, el ciudadano lo puede poco. La república, en cambio, parte de otro principio: que las instituciones deben proteger al individuo, no someterlo.

Recuperar el Estado de derecho exige voluntad política, coraje y también claridad moral.

Friedrich Hayek advirtió, en Camino de servidumbre , que "cuanto más planifica el Estado, más difícil se vuelve la planificación para el individuo". En la Argentina lo vivimos a diario.

Licenciado en Ciencias Sociales y Diputado Nacional
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