Nuestra historia y nuestro ideario
Los homenajes se cruzaron con propuestas de toquetear el escudo colocando un tambor en el lugar del caballo.
Los 200 años de la Declaratoria de la Independencia lucieron opacos. De gente que llegó al gobierno invocando las masas y atizando sus expresiones callejeras, debimos esperar actos como los que se desplegaron al conmemorar el centenario de la muerte de Artigas, bajo el gobierno de Luis Batlle Berres. Pero la opacidad, desgraciadamente, fue más honda y conceptual.
Una demasía verbal editada, incluida en un homenaje oficial, le deparó a Gerardo Caetano gruesas críticas de Manuel Flores Silva. La defensa de la conducta del Gral. Fructuoso Rivera bajo el gobierno luso-brasileño de Lecor -¡vaya si comprensible!- y el conjunto desembocó en retruécanos políticos que nos retrotrajeron a la época de la historia nacional politizada según el cintillo de quien hablara o escribiera.
El cambio de la sotana por traje, que se le infligió a la imagen -a la memoria- del Padre Juan Francisco de Larrobla, en el video donde se osó retocar el clásico cuadro de Eduardo Amézaga que inmortalizó la imagen de la Sala de Representantes de la Provincia Oriental. Rebanarle las ropas de su oficio sacerdotal ofende no sólo los sentimientos religiosos de Larrobla y de quienes hoy profesan su fe. Además, con ese acto se falsifica la verdad histórica.
Los homenajes oficiales se cruzaron con propuestas de toquetear el escudo colocando un tambor en el lugar del caballo. A su vez, los clásicos actos patrióticos de la enseñanza pública y privada se atravesaron con el delirio de suprimirlos junto con la marcha Mi Bandera.
En síntesis: el Uruguay conmemoró el Bicentenario tal como está, al natural, sin ponerles traje de gala a los retrocesos, las perplejidades y los achiques de horizonte en los cuales vive. La explicación de la independencia nacional como un proceso acalla toda admiración y prolonga la leyenda liliputiense de que somos un paisito.
Se nos empobreció el concepto de la historia. Se nos jibarizó la criatura humana como persona, como ciudadano y como proyecto. Se nos ralearon las ideas a partir de las cuales vivimos, es decir, la cultura. Se siembra a manos llenas la superstición de que todo vale pero nada vale la pena, y en vez de vibrar con la discusión de ideales se induce a creer que los ideales ni valen ni guían ni sirven. La desorientación de fondo y la carencia de grandes metas tronchan la personalidad antes que madure, por abortos del ideario.
El tema es mucho más grave que la caquexia de un festejo. Porque al desleír el sentimiento de la historia en medio de un retroceso cultural, se nos pasma los grandes frutos de la historia: la reflexión, la revisión de conceptos, la luz del espíritu.
Olvidamos que, como enseñaba Benedetto Croce, la historia bien entendida desemboca en la filosofía.
Olvidamos que lo que mueve al mundo no son los números tanto como las ideas, que inspirando multitudes o germinando en solitarios, son lo mejor de nuestra esperanza.
Y sobre todo, olvidamos que tenemos deudas de perdón y reconciliación con nosotros mismos como nación necesitada de hondura y grandeza para alzar con dignidad sus escuálidos 3 millones y medio ante una espesura de desalmados que predominan en los 9.000 millones de congéneres que pueblan el modesto planeta que debería hermanarnos.