No todos los perros tienen la misma suerte
Yo odiaba ir a la playa
Yo odiaba ir a la playa. Éramos tantos hermanos, diez en total, que no cabíamos en una sola camioneta. La playa nos quedaba lejos, a hora y media desde la casa en el campo. Todos los domingos del verano, mi padre, ese señor que siempre estaba molesto conmigo, anunciaba que nos íbamos a la playa. No era una sugerencia, era una orden. Mi padre manejaba una camioneta grande, acompañado de sus hijos más parecidos a él, sus hijos pistoleros, cazadores de animales. Mi madre conducía la otra camioneta. Yo iba a su lado, rezando el rosario. Ella se quedaba dormida cada tanto. Yo sujetaba el timón y la despertaba. Luego seguíamos rezando. Yo rezaba para que no chocase. Mi madre dormía, rezaba y manejaba sin chocar, todo al mismo tiempo. Lástima que cada tanto atropellaba a un perro callejero, pero ella no se daba cuenta y seguía tan contenta. Pobres perros chuscos, a cuántos perros vi morir camino a la playa. No todos los perros tienen la misma suerte.
Llegando a la playa, mi padre me exigía que hundiese tres sombrillas en la arena: una para él, otra para mi madre y la tercera para mi hermana mayor, su consentida. Yo era un inútil. No podía cavar un hueco lo bastante hondo para mantener en pie a las sombrillas. Abría los parasoles torpemente y se me iban volando. Mi padre me decía alguna vulgaridad y le pedía a uno de mis hermanos que hiciera el trabajo que yo no era capaz de hacer. Dos de mis hermanos eran cercanos a mi padre. Recios, fortachones, hábiles con las manos, colocaban las sombrillas tal como él les ordenaba. Una vez abiertos los quitasoles, yo buscaba protección en la ternura de mi madre, quien me cedía parte de su sombra para que no me quemase el sol.
Mi padre no me permitía usar protector de sol. Ninguno de sus ocho hijos podía usarlo. Por supuesto, él tampoco se lo administraba. Solo permitía que mi madre y mis dos hermanas se echasen protector. Mi madre amaba ir a la playa, de niña había sido una gran corredora de olas, no le tenía miedo al mar. Tampoco le temía al sol. Apenas se echaba unas gotas de bloqueador en las mejillas, la nariz y la frente. Mis hermanas se untaban toda la piel visible con la crema blanca. Yo las envidiaba. No me atrevía a aplicarme protector sin que mi padre me viera. No me arriesgaba a que me pillase. Prefería echarme al lado de mi madre, robándole un pedazo de sombra.
Sentado en una silla plegable, un rato bajo la sombrilla y luego exponiéndose cara al sol, mi padre fumaba y bebía whiskey con hielo o cervezas heladas que había llevado en un enfriador portátil. No hablaba con mi madre, no hablaba con nadie, miraba con descaro a las mujeres atractivas. Parecía contento, pero yo sabía que, en el fondo, estaba molesto conmigo. Después de tomar unos tragos, se levantaba y entraba en el mar. No le tenía miedo al mar, era un nadador avezado, robusto, de consumada destreza. No le costaba trabajo sumergirse bajo las olas, pasar la rompiente y quedarse allá lejos, flotando, tan tranquilo, donde solo llegaban los valientes.
Yo me atacaba de nervios cuando mi padre me exigía a los gritos que me metiese en el mar. Yo no era recio ni valiente como él. No era un buen nadador ni un hombre robusto como él. Yo le tenía miedo al mar, pero más temor me infundía mi padre. Por eso me metía, temblando de frío, porque el mar siempre estaba helado, y trataba de acercarme a mi padre, allá lejos, al otro lado de la reventazón, pero me acobardaba y quedaba a mitad de camino, y entonces una ola me revolcaba, haciéndome tragar agua y expulsándome hacia la orilla como un guiñapo. A lo lejos, detrás del muro que levantaban las olas bravas, mi padre me miraba con la habitual contrariedad que yo le inspiraba. Una vez más, había fracasado ante sus ojos turbios. No podía ser como él, no quería ser como él. Yo quería ser como mi madre. Yo quería usar protector solar.
Mi madre no me exigía que yo fuese como mi padre. Le gustaba que yo buscase naturalmente su compañía, su complicidad, sus manos acariciando mi cabeza. Le gustaba que yo fuese idéntico a ella. Mientras mi padre se bañaba allá lejos, detrás de las olas, mi madre me daba a leer uno de sus libros religiosos, sobre todo el Camino, de Escrivá de Balaguer. Yo prefería leer el Camino antes que nadar hacia mi padre. El problema era que el Camino me pedía todo el tiempo que fuera recio, viril. Yo quería ser recio, viril, como mis hermanos pistoleros. No es que no quería ser recio, viril: es que no podía.
Por suerte, mi madre me consentía, comprándome helados cuando pasaba un señor llevando a sus espaldas la caja enfriadora amarilla con los helados, arrastrando sus gastados zapatos en la arena. El heladero se detenía, sudando, extenuado, y mis hermanos dejaban de hacer castillos de arena y se acercaban a toda prisa para elegir sus helados. Mi madre pagaba con los billetes que llevaba escondidos debajo del bañador a la altura de sus pechos, o entre las páginas de sus libros religiosos, o dentro de sus guantes, porque ella manejaba la camioneta con guantes. Mi madre no trabajaba formalmente como mi padre, no cobraba un sueldo mensual, dependía de las platas que le daba mi padre. Pero ella tenía un hermano que le enviaba dineros furtivamente, unos billetes que ella escondía para que mi padre no se enterase.
Cuando mi padre salía del mar, volvía a su trinchera de macho corpulento que se sentía el amo y señor de la playa: fumaba, bebía, se relamía mirando a las mujeres que pasaban frente a él. Luego me llamaba a los gritos para jugar a la paleta. Era una tortura jugar a la paleta con él, o contra él. Con mi padre nada era un juego. No podía sostener su ritmo, su agilidad, la fortaleza de sus golpes. Me daba una paliza, se aburría de mi juego desmañado, bien pronto me daba de baja y llamaba a uno de mis hermanos. Luego se alejaba caminando con mis hermanos más recios a algún quiosco o chiringuito de playa para comer un cebiche bien encebollado. Yo odiaba el cebiche encebollado.
Aun estando parcialmente bajo la sombra, era inevitable que el sol me quemase la piel. Lo que más me irritaba de la playa era eso mismo: que volvía a casa enfermo, erisipelado, el cuerpo ardiéndome. Mi padre y mis hermanos también lucían la piel enrojecida, pero no parecía molestarles. Yo sufría, lamentaba mi suerte, le decía a mi madre que cuando fuese grande no iría más a la playa. También me enloquecía que, a la hora de irnos, mi padre, a los gritos, me ordenase que sacara las sombrillas de la arena y las cargase hasta las camionetas. Pero más me molestaba que, llegando a las camionetas, no me permitiese lavarme los pies en un balde con agua. Me exigía que subiese a la camioneta de mi madre tal como estaba, con los pies llenos de arena, algo que me volvía loco. Por eso el camino de regreso a casa era una pesadilla: víctima de una insolación, me quemaba la piel, tenía los pies hinchados, llenos de arena, y de nuevo mi madre se quedaba dormida manejando. A veces me sentía tan desesperado que ya no sujetaba el timón cuando ella se dormía y esperaba, suicida, el accidente. Pero mi madre nunca chocaba, sus ángeles la protegían, ella abría los ojos tres segundos antes de la colisión, enderezaba el rumbo y seguía tan contenta, de regreso a casa.
Mi madre era noble y no me hablaba mal de mi padre, pero era evidente que no conseguía ser feliz con él. Estaba resignada a soportarlo estoicamente la vida entera. Sus ilusiones estaban cifradas no en su futuro, sino en el mío. Me decía que yo podía ser un médico o un sacerdote. Compartía conmigo sus libros religiosos. Le encantaba rezar el rosario conmigo. Me decía que yo debía estar atento al llamado de Dios que habría de iluminar mi camino, mi vocación. Yo no quería ser médico ni sacerdote. Yo quería alejarme de mi padre. Yo no quería volver a la playa el próximo domingo.
Al llegar a la casa en el campo, mi padre me ordenaba que recogiese los excrementos de los perros en los jardines. Mis hermanos se dirigían a bañarse con mi padre. Yo maldecía mi suerte, recogiendo los mojones. Me sentía un perro más. Y pensaba no todos los perros tienen la misma suerte.