Francia arabizada y musulmana
Francia sufre un proceso que, de manera similar, amenaza a toda la civilización occidental.
Es un tema alejado pero cercano a la vez: la arabización y cada vez mayor influencia musulmana en Francia. Alejado, porque no forma parte de nuestras prioridades ni de nuestro cotidiano. Cercano, porque Francia lo ha sido siempre a nuestra historia, y porque está sufriendo un proceso que de manera similar amenaza a toda la civilización occidental de la que formamos parte.
En primer lugar, el asunto es motivo de debate: hay quienes afirman que no existe tal proceso de arabización y mayor peso musulmán, y que se trata de una sensación térmica propalada por la extrema derecha. Nunca falta el apoyo de la academia izquierdista para legitimar esa postura, y se pueden destacar allí, entre otros, a dos intelectuales de peso: el demógrafo Hervé Le Bras y el historiador Gérard Noiriel. Pero como no hay más verdad que la realidad, para una inmersión realista sobre la grave situación que sufre Francia, conviene leer, entre otros, a Patrick Stefanini ("Immigration : ces réalités qu'on nous cache", 2020) y sobre todo, a la valiente antropóloga Florence Bergeaud-Blackler ("Le Frérisme et ses réseaux: L'Enquête", 2023).
En segundo lugar, hay evoluciones concretas que muestran bien esa arabización y mayor peso del Corán en la sociedad francesa: entre los recién nacidos el nombre Mohamed (con sus variantes) ya está entre los cinco primeros en Francia; es cada vez mayor la presión en las escuelas a las que asisten hijos de familias musulmanas para aceptar el velo entre las niñas y contemplar menús con prohibiciones religiosas; y en estos años han aumentado los atentados contra iglesias católicas y población de origen judío en todo el país, a la vez que hoy hay ya más de 2.300 mezquitas en Francia metropolitana (eran sólo unas pocas decenas hace medio siglo).
En tercer lugar, ocurre en Francia lo que en otras partes del mundo: tras un discurso histórico culpabilizador de Occidente, un multiculturalismo relativista permite el avance social y religioso de comunidades que, muchas veces, lejos de conjugar aquello de que "en Roma haz como los romanos", reivindican una especie de imposición identitaria particularista que está muy alejada de los valores de la civilización occidental que las recibe. Así las cosas, la laicidad, la igualdad hombre- mujer, el pluralismo de valores y la libertad individual terminan cercados por un proselitismo árabe y musulmán que se aprovecha de la tolerancia propia de nuestras sociedades abiertas, esas que fueron bien caracterizadas ya por Popper hace ochenta años.
El error es leer todo esto con lentes cortoplacistas. No estamos ante un instrumento desafinado en una natural polifonía cultural occidental. Detrás de este avance en Francia hay en verdad un convencimiento civilizacional hecho de identidades con muchos siglos encima: aunque parezca extraño para visiones marcadas por tiempos históricos tan cortos como los que hacen a países tan nuevos como los nuestros en Sudamérica, se trata de una expansión que añora el protagonismo musulmán de la península ibérica de hace mil años, o que lamenta haber perdido la batalla de Poitiers contra Martel en 732.
Es un desafío propio de la "longue durée" de Fernand Braudel. La "France éternelle", esa que también fue la "Fille aînée de l'Église", debe asumir su gravedad.