La escritora argentina, ganadora del Premio Ribera del Duero de Narrativa Breve, visitó Montevideo para participar del FILBA y dialogó con El País sobre su imperdible nuevo libro de relatos.
Magalí Etchebarne condensa la esencia de La vida por delante, su segundo libro de relatos, en una imagen elocuente. "En mi familia había muchos palomeros, y a las palomas mensajeras las llevaban hasta un lugar, las soltaban y volvían. Pero no es que saben el camino, solo saben volver", comenta. Ese instinto atraviesa el libro: las protagonistas orbitan su dolor y regresan una y otra vez a sus heridas, imantadas por un pasado que las acorrala.
Ganadora del Premio Ribera del Duero de Narrativa Breve, con jurado presidido por Mariana Enriquez Etchebarne visitó Montevideo a fines de setiembre. Fue parte de dos actividades del FILBA y dialogó con El País sobre su obra. Ingenioso e irónico, el título de La vida por delante refleja el corazón de los cuatro cuentos: paradas en medio de sus vidas, sus personajes mujeres de entre 40 y 50 años no se proyectan hacia el futuro, sino frente a un pasado que las define y las marca.
Por eso, el poema de la brasileña Adélia Prado que se lee en el epígrafe ("Cuarenta años: no quiero cuchillo ni queso, / Quiero el hambre") tiene tanta fuerza. Es un presagio. "En ese momento de la vida, donde más o menos tenés la certeza de quién sos, qué querés y cuáles son tus limitaciones, también empieza a aparecer la exigencia de qué se desea", explica Etchebarne. "El poema me interesaba por eso: le falta el deseo, y los personajes son un poco apáticos, demorados en situaciones dolorosas".
El primer cuento, "Piedras que usan las mujeres", sigue a una narradora que retrata distintos momentos de la vida de su madre. En el presente, vive en el cuarto de al lado y la cuida mientras la demencia avanza. Entre escenas fragmentarias emergen los quiebres que marcaron a ambas: el abandono del padre por una mujer más joven, la irrupción del cáncer en dos ocasiones y el impacto de no reconocerse ante el espejo. En ese recorrido, el relato oscila entre el desgaste y la ternura, entre el miedo a perder a la madre y el desconcierto de ver su cuerpo transformarse.
"Para mí la vejez es pura extrañeza", dice Etchebarne. "Pero sobre todo me parece que lo es para las mujeres. Somos educadas para recibir ese cambio con espanto, con aberración y con vergüenza. Entonces se vuelve una metamorfosis que presenciás como un forense, como alguien que está frente a algo muy crudo. No pienso que los hombres no sufran su envejecimiento, pero no tienen esa desesperación que veo en mi madre, en mis amigas o en mí misma. Eso me espanta, y lo que me espanta me hace escribir. Es mi manera de mirar lo que me aterra".
Ese cuento, además, marca la tónica del libro: las historias están narradas en dos tiempos que dialogan. El presente se enciende y se apaga con los destellos del pasado, y es en ese vaivén donde se revela lo esencial. "Me doy cuenta de que tiendo a escribir así", reflexiona la autora. "Casi siempre necesito volver al pasado para poder contar el presente. La escritora irlandesa Claire Keegan dice que un cuento son los restos de lo que le pasó a alguien, las consecuencias. Y me hace sentido: el presente es breve, una escena, una tarde, un viaje".
El resto de La vida por delante despliega tres cuentos igualmente agudos y notables. "Temporada de cenizas" es la continuación del primero, y su título anticipa el final de aquella historia. En "Un amor como el nuestro", una correctora de Buenos Aires viaja a las cataratas de Iguazú junto a una escritora estadounidense de novelas eróticas que corrige a distancia. Y en "Casi siempre desesperados", la protagonista navega una relación estancada, buscando recuperar ese hambre vital que describía Prado en su poema.
La vida por delante (Páginas de Espuma, 690 pesos) confirma a Etchebarne como una escritora de mirada precisa y profunda, capaz de combinar la intensidad emocional de sus relatos con una delicadeza narrativa que incluye guiños humorísticos. "Son desvíos que bajan el volumen al dolor", explica la autora. "Hebe Uhart decía que el humor es una forma de pedirle perdón al texto; para mí es una forma de compasión hacia lo que se cuenta, hacia los personajes y hacia la realidad misma".
A continuación, un fragmento del diálogo entre Etchebarne y El País.
A principios de año entrevisté a Samanta Schweblin, y ella comentó que percibía la literatura como "un dispositivo de ensayo", una forma de enfrentarse a una situación que atrape sus miedos. ¿Sentís que eso se puede adaptar a tu forma de escribir?
Tal cual. La escritura tiene algo de adelantarse, de construir un lugar, un tiempo y un espacio donde probás lo que no pudiste hacer. Cómo hubiera sido si eso que viví derivaba hacia otro lado o si esa rareza del otro estuviera más subrayada. Es una zona de prueba que para mí tiene que ver con lo lúdico de la escritura, con lo divertido de escribir. Eso no pasó así, pero lo que me gusta de escribir es que a la vida le subís y le bajás el volumen: la vas ecualizando, y eso te lleva a pensar. Escribir es pensar, pero no en el sentido de tener respuestas, sino de no entender. Lo que me pasó con la vejez, por ejemplo, fue muy perturbador cuando vi a mi madre deteriorarse así. Me resultaba desconocida. Había algo de preguntarme: ¿es ella? ¿Esa que veo ahora era ella antes y yo no me daba cuenta? ¿Dónde estaban esos recuerdos que tiene? ¿Cómo es que se acuerda de esto ahora y antes nunca lo dijo?
Y, como se lee en "Piedras que usaban las mujeres", un recuerdo de la infancia aparece tan presente, pero algo que se vivió hace dos minutos se olvida de inmediato.
Exacto, no se lo acuerda.
Ahí hay algo maravilloso y aterrador de la mente humana: ¿cómo funcionan los recuerdos?
Por eso en el primer cuento me gustó que apareciera un pasado tan lejano, incluso la infancia de la madre, pero en su propia voz. Es ella la que recuerda su infancia, y la hija también recuerda: están mezclados esos tres tiempos el de la infancia, el pasado de esa familia y el presente, que es muy breve, apenas una tarde de cumpleaños. Sentía que eso era lo que pasaba en la cabeza de la protagonista: tenía a esa mujer frente a ella y pensaba "tengo que hacerla hablar, tiene que decir algo". Es un personaje que tenemos que ver hablando. Y pensaba en esas evocaciones que había visto en mi abuela y en mi madre: traer algo que no sabés si realmente pasó. La pregunta es si están inventando, si es ficción. Esa dualidad, esa posibilidad de que el otro esté inventando, me parecía un material literario fascinante.
En relación con eso, con ir hacia ese momento donde se genera una herida ya sea psicológica o, como en "Un amor como el nuestro", también corporal, ¿qué te interesa explorar?
Para mí hay algo del dolor que es insoportable. Convivimos con mucho dolor, y tiene algo de volumen muy alto, ¿no? No te permite hacer otra cosa, no te deja concentrarte. Si alguien estuviera tocando un instrumento muy fuerte mientras estamos hablando, esta conversación no podría ocurrir. O sí, pero todo el tiempo estaríamos distraídos. Eso me interesa: pensar qué pueden hacer esos personajes que no pueden hablar porque afuera hay algo sonando tan fuerte. ¿Qué se puede hacer y qué no, cuando el ruido del dolor es ensordecedor? A veces el destino de esos personajes puede ser bastante pobre, pero me interesa eso. Hay una frase de León Ostrov, el psicoanalista de Pizarnik, que le decía: "Usted no puede dejar de escribir porque la intimidad no da descanso". A veces, la intimidad cuando se sufre no te deja en paz. ¿Qué podían hacer estos personajes que estaban sufriendo o acompañando? Muchas veces es una forma pasiva del sufrimiento, pero no por eso menos compleja.
¿Qué te gustaría generar en el lector de La vida por delante?
Pienso en mis cuentos o cuando los estoy escribiendo que lo primero que tengo es una imagen, y a veces una emoción. Es la medida de una emoción. Si cuando estoy leyendo logro entrar a eso que el otro me transmite que en general es una emoción compleja, transformada en escenas o conversaciones, siento que la lectura es placentera: que estoy entrando en un territorio compuesto por lo que conozco y lo que desconozco. Lo que conozco visto de otra manera, puesto en palabras que me resultan extrañas o me iluminan. Eso, para mí, es entrar a una emoción conocida y desconocida a la vez.
¿Esa emoción es también lo que te interesa cuando pensás en el lector de tus cuentos?
Quiero provocarle lo mismo que me gusta que pase cuando leo: sentir que me meto en la cabeza de alguien que no soy yo, que me muestra algo familiar desde otro lugar, o le pone palabras a algo que hasta entonces no las tenía. Creo que mis cuentos suelen habitar esa zona: los vínculos, las etapas de la vida, el dolor, el duelo. cosas que muchas veces no tienen palabras. En la vida uno no está reflexionando todo el tiempo; hay emociones que simplemente aparecen. Ese texto que nace de una emoción me interesa. Es eso: conseguir que alguien experimente esa emoción, que dura poco, y aparece en una escena. Y después, lo que tengo que hacer es tirar del hilo para sostenerla 15 páginas.