No damos ni risa
Alguna vez dije que Colombia era un país sin humor porque se había criado con Sábados felices, y me equivoqué porque es al revés: Sábados felices fue exitoso porque somos un país con un precario sentido del humor
Alguna vez dije que Colombia era un país sin humor porque se había criado con Sábados felices, y me equivoqué porque es al revés: Sábados felices fue exitoso porque somos un país con un precario sentido del humor. Por otro lado, yo, como muchos otros, fui fanático del programa. Eran otros tiempos, con solo dos canales de televisión y sin poder acceder a lo que se hacía en otros lugares, por lo que sería injusto negar que medio país esperaba la llegada del fin de semana para sintonizarlo. Han pasado los años y no solo el contenido se ha ampliado y diversificado, sino que los seres humanos hemos quedado en evidencia porque cada uno es su propio medio de comunicación, un canal informativo que emite su señal veinticuatro horas al día y siete días a la semana, como CNN, pero con costos operativos infinitamente más bajos. Y aunque esto puede tener algunas ventajas, juega también en nuestra contra porque, en el afán de destacar ante tanta competencia, muchas veces nos descachamos. Está pasando con varios humoristas nacionales, que a la hora de expresar sus posiciones políticas en sus propios canales han quedado retratados por extremistas y poco empáticos, entregados sin medida no solo a sus ideas, sino a todo aquel que les brinde una tribuna mayor para llegar a más público. Lo bueno de la situación es que ya sabemos quiénes son y lo que tienen en sus cabezas, además de ayudarnos a entender por qué son tan malos: son de derecha. Y no se trata de politizar la cosa, que es injusto culpar a una vertiente política por la falta de gracia de una persona, además de estúpido: como cuando alguien comenta, cada vez que cogen a un raponero en la calle, que seguro es petrista y que va a terminar de gestor de paz. Pero Dios mío, qué poco graciosa es la gente de derecha, obsesionada con su apariencia pulcra y, por encima de cualquier otra cosa, incapaz de reírse de sí misma. Porque aquí no se trata de ser ‘facho’ o zurdo, sino de ser radical. Una de las mayores características del humor, su principal tal vez, es atreverse a irrespetar todo, una cosa y la contraria, especialmente aquello a lo que más estimamos, incluidos nosotros mismos y nuestras creencias. Para ser chistoso no se puede ser fanático y creer que hay cosas sagradas e intocables; es prácticamente imposible ser gracioso y fundamentalista al mismo tiempo. Entonces ese es el problema con Colombia y su humor, que anteponemos nuestras férreas convicciones y somos selectivos a la hora de burlarnos de algo en vez de lanzar dardos por igual en todas las direcciones, pero también que no sabemos producir cosas de calidad en masa. Si miramos bien el país, descubriremos que con el humor ocurre lo mismo que con cualquier otro producto, y es que tenemos la materia prima, pero fallamos a la hora de procesarla. Usted coge a un grupo de amigos y los sienta en un bordillo, y tiene para horas de anécdotas y risas; pero por alguna razón les pone unas cámaras y un escenario y se transforma en un reverendo bodrio imposible de consumir. Alguna vez yo, que a ratos me juro gracioso, quise hacer un show de comedia solo para descubrir que tengo menos gracia que una auditoría de la Dian, y años después, cuando me propusieron hacer perfiles de ricos y famosos para una revista, me encontré con el obstáculo de que nadie quiere contar su historia real y descarnada, y prefiere más bien hablar de sus mascotas, sus obras de arte y del viaje familiar que va a hacer a fin de año. Qué aburrida es nuestra farándula, más que nuestros comediantes, y en eso deberíamos aprender de Estados Unidos, que es potencia mundial a pesar de (o gracias a) una farándula desastrosa que incluye toda clase de delincuentes, drogadictos, asesinos y degenerados incluidos. Quizá eso es lo que necesitamos para progresar como sociedad: dejar de dárnoslas de virtuosos, algo que no somos, y empezar a exhibir nuestras miserias sin sonrojarnos.
Un problema de Colombia y su humor
Adolfo Zableh Durán