Domingo, 16 de Noviembre de 2025

Infeliz cumpleaños

ArgentinaLa Nación, Argentina 15 de noviembre de 2025

No imaginé que el cumpleaños de mi esposa sería el peor día del año

No imaginé que el cumpleaños de mi esposa sería el peor día del año. No estaba preparado para tamaña catástrofe.

Era un sábado a principios de noviembre. Ella cumplía treinta y siete años. En vísperas de su aniversario, la llevé a una joyería y le regalé cuatro prendas de oro que ella eligió. Sería injusto acusarme de avaro. Las joyas costaron una fortuna. No podría decirse que mi esposa saboteó su cumpleaños porque no le regalé nada. En mi familia, tengo bien ganada fama de hacer buenos regalos, cómo podía entonces deshonrar esa reputación con mi esposa.

La noche previa a su natalicio, ella anunció los planes para su cumpleaños: almorzaría conmigo y con nuestra hija adolescente, luego pasaría toda la tarde con su profesor de karate, quien también cumplía años ese sábado, y finalmente saldría a cenar conmigo y con nuestra hija. No me sorprendió que eligiera pasar la tarde con su profesor. Son buenos amigos. Mi esposa es cinturón negro y acude a la academia de karate tres veces por semana. Además, el profesor y mi esposa son muy parecidos en sus gustos y aficiones. Cuando esa academia organiza exhibiciones de karate, mi esposa y el profesor se presentan juntos, en pareja, descalzos, ejecutando un número de bailes, simulaciones, rutinas y coreografías deslumbrantes: ejercicios de ataque y defensa, danzas con espadas, patadas voladoras, rompimiento de maderas y movimientos rápidos de neutralización y derribo, al ser atacados por varios individuos pendencieros. Son tan buenos, tienen tanta afinidad, que luego la concurrencia los premia con ovaciones de pie.

Mi esposa me invitó a pasar la tarde en las celebraciones de su profesor de karate. Como él vive en un apartamento pequeño, los festejos serían en un restaurante frente a la playa, cerca del faro. Le dije que prefería no acompañarla. Quería sentarme a escribir, como todos los sábados por la tarde. Para no quedar como un aguafiestas, un celoso, o un rácano, compré dos perfumes y una botella de champaña para el profesor, mis regalos por su cumpleaños.

Yo estaba acostumbrado a que mi esposa tuviese grandes gestos de afecto con su profesor. Cuando nos lo encontrábamos casualmente en la isla, yo lo saludaba con particular aprecio. En la última fiesta de año nuevo, estando con mi esposa y nuestra hija en los salones de un hotel, disfrutando de una cena con orquesta y pista de baile, su amigo, el profesor de karate, llegó de pronto, sin haber pagado para ingresar a la fiesta, y mi esposa me pidió que lo hiciera pasar. Lo saludé con un abrazo, lo hice pasar con desparpajo, se sentó a nuestra mesa y cenó y bailó con nosotros. Aunque me sorprendió y desafió mi nobleza, su presencia no llegó a molestarme. Pensé: es una buena persona, y si mi esposa lo quiere, yo también lo quiero.

El día del cumpleaños de mi esposa acordamos que ella estaría en la fiesta de su profesor desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche, cuatro horas consecutivas, bebiendo y bailando, sin tener que soportar el pesado lastre de mi compañía, pues yo no bebo ni bailo y soy un plomo, y luego llegaría a nuestra casa a las nueve y cuarto de la noche, y enseguida nos dirigiríamos al restaurante de un hotel fuera de la isla, donde yo había reservado, a las nueve y cuarenta y cinco de la noche, una mesa para tres: mi esposa, nuestra hija y yo. ¿Debí pensar en el profesor y reservar para cuatro? Probablemente sí. Pero pensé: si ella viene con él, en una mesa de tres siempre caben cuatro.

Pasé la tarde escribiendo. Mi hija estaba en su dormitorio, leyendo una novela. Le recordé que debíamos estar listos a las nueve en punto, pues su madre llegaría a las nueve y quince, y a continuación saldríamos al restaurante fuera de la isla, al que nos tomaría media hora llegar, para ser puntuales.

En efecto, a las nueve de la noche mi hija y yo nos encontrábamos listos, bañados, vestidos y perfumados. Dieron las nueve y cuarto y mi esposa no llegó. Dieron las nueve y media y no apareció. Dieron las nueve y cuarenta cinco, hora en que debíamos arribar al restaurante, y siguió sin dar señales de vida: no se presentó, ni llamó a decir que venía en camino, ni envió mensajes de texto.

Preocupada, mi hija me preguntó por qué su madre había desaparecido. Le dije: si lleva cinco horas en esa fiesta, seguro que ha tomado bastante, y debe de estar muy divertida, tanto que se ha olvidado de mirar el reloj. Mi hija estaba furiosa porque en días pasados su madre la había amonestado severamente por llegar cinco minutos tarde a una clase de historia. Yo me permití decirle: cuando tu madre toma demasiado, no se convierte en una mejor persona, y además está con su profesor de karate, y es obvio que lo quiere mucho. Mi hija me preguntó si yo pensaba que mi esposa y el profesor eran amantes. Le dije: no lo sé, pero no me sorprendería. Luego añadí: el cuerpo de tu madre es de ella, no es mío, y ella es libre de estar con quien quiera. Por último, le pedí: cuando venga tu madre, no la regañemos, porque no queremos joderle la noche. Mi hija me prometió que no le haríamos reproches por su tardanza y me pidió que no le contara a mi esposa las cosas que habíamos hablado ella y yo, malhumorados, mientras la esperábamos.

Finalmente, mi esposa apareció a las diez y cuarto de la noche, una hora tarde. La traté con cariño, le di un beso, no le pregunté por qué se había demorado tanto. Estaba pasada de copas. No se disculpó. Parecía ofuscada, contrariada. Dijo que tuvo que caminar un largo trecho desde la playa hasta su camioneta y por eso llegó tarde.

Salimos rumbo al restaurante a las diez y media de la noche. En el trayecto, me esmeré por hablar afectuosamente con mi esposa, sin hacerle críticas o reprobaciones, mientras nuestra hija guardaba silencio. Mi esposa insistía en decir que su profesor habló maravillas de mí. Al final, cuando llegamos al restaurante, eran las once de la noche y la cocina ya había cerrado. Sin embargo, las camareras sugirieron que nos acomodásemos en los sofás del vestíbulo, donde se ofrecía servicio de bar. Pedimos alcachofas, jamón ibérico, hamburguesas y caviar, además de bebidas. Hasta ese momento, once de la noche pasadas, yo había evitado la catástrofe, perdonando a mi esposa impuntual y salvando la cena con unos platillos deliciosos.

Pero luego mi hija se quebró, rompió a llorar y le dijo a su madre que, mientras la esperábamos en casa toda la hora que llegó tarde, yo le había dicho que ella estaba enamorada de su profesor de karate y se acostaba con él. Indignada, mi esposa me acusó de mentiroso y malhablado. Yo me defendí débilmente: No he dicho que sean amantes, he dicho que podrían ser amantes, y en ese caso yo lo aceptaría. Sollozando, levantando la voz, mi hija, de pronto unida a su madre en una pérfida conspiración contra mí, afirmó que yo había dicho que, cuando muera, mi esposa y su profesor serán pareja, y vivirán en mi casa, y dormirán en mi cama. Era verdad, yo hice ese mal agüero. Guardé silencio. Enseguida le reproché a mi hija: Me pediste que no le contásemos a tu madre lo que habíamos hablado esperándola, me pediste que no le contara todo lo que tú me dijiste, y ahora eres desleal, rompes nuestro pacto y me acusas de haberla criticado, cuando en todo caso ambos la criticamos y además nos prometimos no joderle la noche, y ahora se la hemos jodido.

Mi esposa lloraba, bebía más vino y se atacaba de hipo, el previsible final de sus desmesuradas noches alcohólicas. Mi hija lloraba y no comía. Yo no lloraba. Me sentía maltratado por la impuntualidad de mi esposa y la infidencia de mi hija. Fue un momento tenso y contrariado, la peor noche del año. Tal vez cometí un error al hablar con mi hija como si fuese una persona adulta, cuando no lo era. Y ella no supo guardar un secreto, fue infidente, es decir idéntica a su padre, y me denunció como insidioso, intrigante y cizañero ante su madre. De pronto, yo era el culpable de aquella mala noche, aunque me sentía inocente.

Regresamos a casa en silencio. Esa noche no pude dormir, a pesar de que tomé muchas pastillas. Al día siguiente, domingo en que nadie habló, cancelé los viajes familiares a Buenos Aires en verano y a París en primavera.
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