El Comercio, Perú
16 de noviembre de 2025
CarlosMeléndez
Hace ya varios años entrevisté a un tecnócrata del equipo que había diseñado, adaptado y aplicado las reformas de ajuste en el país, allá por inicios de los noventa. Entre los temas que abordamos, le pregunté por el efecto de dichas medidas en el crecimiento de la informalidad. No es que nuestra sociedad había sido absolutamente formal antes del ?shock?, pero la desregulación de los mercados y la desburocratización del sector público traerían inevitablemente un incremento súbito en las tasas de autoempleo y subempleo. ?Entre una fila de una cuadra de pasajeros para subir a un Enatru o una fila de combis para que suba un pasajero, elegimos lo segundo?, sostuvo. Me sorprendió la claridad con la que habían previsto las consecuencias, pero más la fe absoluta en el mercado. ?Creíamos que el sostenido crecimiento económico ?como resultado del ajuste? iba a reducir, con el tiempo, la informalidad; en ello fallamos?, confesó.
El modelo económico peruano supone como uno de sus engranajes fundamentales la informalidad: el relajamiento de las normas y de las obligaciones para los trabajadores y emprendedores a costa de la desprotección estatal, y la vista gorda y tolerancia de parte del Estado a cambio de una escuálida recaudación. Se trata de un régimen que estructura no solo la economía, sino la política y las relaciones sociales y, por lo tanto, no es automáticamente reducible a tasas inversamente proporcionales al incremento del PBI per cápita. Su vitalidad y dominio en nuestra sociedad se debe a su éxito, pues se ha convertido en el mecanismo de redistribución que el mercado parió en nuestro país.
La sensibilidad social del modelo se agotó en la narrativa del ?chorreo?, llevada al discurso cínico oficial por Alejandro Toledo. Desde entonces, en el mejor de los casos, las élites implementaron programas sociales ?de alivio a la pobreza?, pero no de su extinción. Últimamente, en la década perdida de la crisis política (2016-2026), el debate por la reducción de la desigualdad simplemente se perdió encarpetado en alguna consultoría de la cooperación internacional para el desarrollo. Así que, mientras caían presidentes y se cerraban Congresos, la informalidad se fortaleció como un mecanismo imprevisto de redistribución de la riqueza.
Si el Estado deja de proveer servicios sociales (educación, salud) de calidad y claudica en su deber de proteger a sus ciudadanos (inseguridad pública), los individuos tienen que asumir directamente los costos de cubrir esos déficits a su manera. Por ejemplo, trabajando más de la jornada establecida, sacrificando garantías sociales, arriesgando emprendimientos sin seguros. Pero el desamparo estatal ha llegado a niveles tan extremos que se llega a la situación en la que los individuos deciden tomar directamente los recursos naturales del territorio. Se organizan para acceder a los minerales, a los recursos forestales, a la pesca, aprovechando la ausencia de ?enforcement? y la precariedad del Estado de derecho. Más que la intervención de mafias aceitadas, predomina la rutinización de la informalidad. Así, la actividad informal extractiva se convierte en un patrón, sin intermediarios, desde abajo, de acceder a la riqueza de un país, ante el fracaso de la redistribución estatal.
Así, se ha establecido un contrato social tácito: individuos, cada vez más hastiados y decepcionados de un Estado indolente, persiguen la repartición de la riqueza (natural) con sus propias manos, literalmente. Lo peor de todo es que las élites tecnocráticas y económicas, en vez de advertir esta situación, la agudizan. Los reclamos del Consejo Fiscal y de las voces insensibles del gran empresariado urgen en recomponer el equilibrio fiscal y manejar con responsabilidad las macrocifras, sin percatarse de que estos objetivos se consiguen, en gran parte, a costa de profundizar el pacto social informal. Se ajusta el gasto social, se aumenta la pesca irregular. Esta disfuncionalidad amerita el estatus ?antimodelo? peruano, como lo he llamado en una columna anterior.
No tengo ningún interés ideológico en poner en el centro del debate público la redistribución porque el hecho de que esta da forma al régimen político es una constatación académica. Las democracias liberales europeas se mantuvieron gracias a la consolidación de sus burguesías; las democracias populistas latinoamericanas, de la movilización de la clase obrera y campesina. Así como los pactos del poder político con la clase terrateniente sostuvieron dictaduras. El antimodelo peruano ha creado una clase media que he etiquetado como ?informales con plata?, con capacidad de establecer un régimen político de la negociación con los representantes estatales (lo que es notorio en el hemiciclo congresal). Este régimen es el propicio para que la lumpen burguesía aproveche la debilidad estatal y usufructúe del Estado, como lo vemos en algunos casos de ?nuevos ricos? lucrando en sectores tan diversos como la educación universitaria y la minería. Todo ello a costa de un grave daño institucional y con la complicidad de operadores de la socialité limeña.
Ante la inminencia de una nueva campaña electoral, volvemos a tener la oportunidad de definir la agenda pública. Se ha postergado demasiado abordar un tema de fondo como es la redistribución de la riqueza en nuestra sociedad. El bolsillo ha sido ?y será? la principal preocupación de un padre de familia en su camino de vuelta a casa luego de un día de trabajo. Pero quienes proponen los temas de discusión ante una oferta partidaria bien misia ?la bienintencionada sociedad civil, la culposa nueva burocracia de la responsabilidad social empresarial, los (seudo) intelectuales influencers con o sin TikTok? se quedan en el epifenómeno (la inseguridad, la defensa de la Constitución de 1993), haciendo de sus colaborativos esfuerzos interinstitucionales un festival de inocuidad; y de los fondos empleados en tantos desayunos hoteleros y catering novoandino, un desperdicio. Me cuesta pensar que no la ven; mi sospecha es que no la quieren ver. Tocará ensayar sobre esta ceguera en mi próxima colaboración.