Una parte de mí desapareció
"Una parte de mí desapareció"
"Una parte de mí desapareció". Eso me dijo, en Tumaco, una de las asistentes a la primera proyección del largometraje Soñé su nombre, de Ángela Carabalí -una de esas mujeres quijote que se atreven a hacer cine en Colombia-. Al igual que cuando vi Un poeta, de Simón Mesa, volví a sentir el poder innegable del arte: su capacidad de interpelar, de humanizar, de transformar nuestras vivencias individuales en ejercicios colectivos que, después de una película, cambian la forma en que miramos el mundo. Desde la subjetividad, los márgenes y las contradicciones, el arte logra poner en el centro aquello que con frecuencia relegamos al olvido, normalizamos o naturalizamos, pero a lo que nunca deberíamos acostumbrarnos. Ángela nos invita a un viaje profundo: el de quienes buscan a sus familiares desaparecidos, esa herida abierta en Colombia. Tras la proyección, frente a un auditorio con más de quinientas personas, se realizó un ritual con los nombres -nombres que todos deberíamos recordar-. En un mural y en postales se recogían mensajes para los ausentes: una mujer sostenía una que decía "Ojalá esté bueno, ojalá esté vivo, lo amo"; otra, llena de por qués, repetía: "Por qué... no entiendo..."; y los nuncas estremecían: "Nunca pensé que nunca lo volvería a ver". La mitad del público eran jóvenes menores de dieciocho años. Me pregunté: ¿será que algún día podremos dejar de ser víctimas eternas, o de vivir entre la dicotomía de víctimas y victimarios? ¿Podrá esta nueva generación, con más conciencia, ayudarnos a construir caminos distintos, más allá del conflicto? Las profesoras que llevaron a sus estudiantes lo tenían claro: querían sembrar otra conciencia, para que el conflicto no nos condene a un futuro de duelos y desapariciones permanentes. En ese Tumaco que nos abraza con su fuerza y su hondura, las ausencias se hicieron visibles y palpables. En esas frases, en los silencios, en los sollozos y las lágrimas compartidas, entendí que el documental era un viaje colectivo a ese país donde los duelos no son procesos, sino estados permanentes; donde la búsqueda nunca cesa. Colombia acumula más de ciento veinte mil nombres suspendidos entre la esperanza, la impotencia y la nostalgia. Estábamos en la Casa de la Cultura de Tumaco, y no podía dejar de preguntarme: si nadie invierte ni garantiza lo mínimo, ¿cómo es posible que este lugar siga en pie? La única respuesta era clara: donde lo público falla, lo comunitario resuelve. Qué tristeza y, al mismo tiempo, qué lección. Esa noche, Marea Producciones, bajo el liderazgo de Gustavo Cabezas, y la Agencia de Comunicaciones del Pacífico, junto con colegios y colectivos locales, hicieron posible lo imposible: consiguieron telas negras, barrieron, repararon, buscaron planta eléctrica e internet móvil. Alquilaron un sonido decente e improvisaron una pantalla grande. Que la primera proyección del documental se realizara allí fue, a la vez, un acto de osadía y de justicia poética. En medio del descuido y la desinversión, Tumaco sigue siendo una perla cultural del Pacífico -y del mundo-. Con la nominación de Bejuco, agrupación musical tumaqueña, a los Grammy, volvía la pregunta recurrente: si logramos tanto con todo en contra, ¿qué no podríamos alcanzar con verdadero apoyo? Todos se dieron cita para demostrar que en esta Colombia el acceso a la cultura sigue siendo una deuda profunda. Al final, entre lágrimas y silencios, la agrupación Changó, bajo la dirección de Wisman Tenorio, interpretó varios alabaos. Con marimba, cununo y guasá, tres cantoras elevaron el espíritu colectivo con ese trance que genera la música del Pacífico: esa fuerza espiritual que transforma el dolor en resistencia, y la tristeza en impulso vital. Compartimos una luz para cerrar ese momento. Alguien dijo: "Nos tenemos nosotros". Y así era. Cuando todo falta, lo que queda es la fuerza de la solidaridad para seguir vivos. Soñé su nombre nos recordó que, en tiempos en los que cuesta creer en algo, el arte nos sostiene, la memoria nos abraza y la cultura nos enseña que hay una parte de nosotros que siempre resiste. Porque sí, una parte no solo de ellos, sino también de nosotros, desapareció. Pero otra -la más luminosa- persiste. El arte, la memoria y la solidaridad alimentan esa llama que, incluso en la oscuridad, se niega a apagarse.
Luz en la oscuridad
Paula Moreno