El hotel, el bosque y el humedal
En Chiloé, un hotel busca volver el lujo sinónimo de contemplación: excursiones en la naturaleza, contacto con comunidades locales y un paisaje donde habitan pudús, ballenas y aves migratorias. Por Muriel Alarcón L. , desde la Región de Los Lagos.
L a guía hace una pausa en el recorrido y señala un helecho película, una hierba de hojas diminutas y translúcidas. Toma una con los dedos en forma de pinza y la muestra a los caminantes. La siguen con la mirada, como si fuera un trozo de cristal. "Es así de delgada porque solo tiene una capa de células", explica Jessica Collao, treintañera, piernas ágiles. "Nuestro cuerpo está compuesto de alrededor de treinta billones de células".
Este tipo de helecho crece solo en los troncos. "Si están en el suelo -agrega Collao-, quiere decir que un árbol cayó y se establecieron ahí. Pero aquí verán que todo tronco que se cae va a servir como refugio para una nueva especie".
La escena funciona como metáfora de lo que ocurre en el Parque Tepuhueico , un bosque en el oeste de Castro, Chiloé, que marca la transición entre la selva valdiviana y la patagónica. Aquí conviven especies como tepa, tineo, coigüe, olivillo, ñirre y tepu, que dan forma a un paisaje pantanoso cubierto de líquenes, musgos y epífitas. Su nombre significa "aguas de tepu". Este árbol, con su raíz rojiza, tiñe de ese color las aguas del río Bravo que atraviesa el parque y acompaña un sendero que se abre paso entre zonas empapadas y caídas de agua. Caminar aquí exige mirar hacia abajo, por las raíces resbaladizas, y también hacia arriba, por las ramas que obligan a agacharse.
Lo que quiere decir Collao es que cuando un árbol muere, arrastra consigo materia orgánica que genera nuevos suelos, permitiendo que otras especies se desarrollen. El naturalista inglés Charles Darwin lo experimentó 190 años atrás en sus expediciones por el sur de Chile: en sus diarios del Beagle, durante sus visitas a Chiloé, anotó con frustración que en los bosques "por más de diez minutos seguidos, nuestros pies no tocaban tierra" y que debieron "avanzar a gatas... bajo los troncos podridos".
Dos siglos después, la experiencia es similar. El grupo avanza entre barro y pozas. Lo que se abre ante ellos son árboles altísimos y troncos cubiertos de enredaderas. También hay nalcas, cuyas hojas se usarán esta noche para cubrir el curanto que van a degustar.
Aquí los chonos fueron navegantes expertos: para este grupo indígena canoero y seminómada desplazarse por agua resultaba más sencillo que atravesar la maraña. Con la llegada de los españoles, cuenta Collao, los bosques se abrieron a la ganadería y la madera comenzó a exportarse, dejando huellas de deforestación que persisten.
Aun así, el bosque sorprende por la vida que resguarda. Hoy, quienes se internan en estos senderos buscan rastros de pudús. La prohibición de ingresar con perros o gatos facilita que los animales se acerquen por curiosidad. Los fotógrafos lo saben: basta esperar en silencio para que los juveniles, más osados, se aproximen. Científicos, viajeros y aficionados recorren estos caminos obsesionados con ver a este cérvido que aparece solo cuando quiere. Una exposición en medio del bosque a prueba de agua, con imágenes colgadas en los árboles, muestra el resultado de quienes lo han conseguido.
De regreso, el sendero conduce a la costa. Allí, en la ruta que une Castro con Rilán , donde la neblina se disipa lentamente, se alza una construcción que parece confundirse con la pendiente de la colina. Es Refugia Chiloé , un hotel de lujo sostenible, que abrirá sus puertas la primera semana de octubre. Desde lejos, parece una caja de madera suspendida sobre la ladera verde. En uno de sus patios, un grupo de locales acomoda piedras humeantes en un hoyo cubierto de hojas de nalca, mientras el vapor comienza a escapar entre conversaciones y ritmos de vals chilote.
Amanece en Chiloé y una densa neblina cubre el humedal de Pullao, en la ribera del mar interior de Castro, en la península de Rilán. Este ecosistema actúa como un filtro natural del agua, regula inundaciones y protege gran parte de la biodiversidad de la isla.
Entre sus orillas y aguas tranquilas conviven aves residentes y migratorias: flamencos chilenos, zarapitos, garzas grandes y águilas pescadoras. Esta mañana, un grupo de cisnes de cuello negro avanza en silencio sobre la superficie, hasta que la llegada de unos queltehues altera la calma y provoca que varias aves se dispersen. Desde la terraza de madera del hotel Refugia, los ventanales actúan como un marco inmenso para la escena. Adentro, un puñado de viajeros sostiene tazas de café humeante y permanece en silencio. Nadie parece querer quebrar la pausa.
El revestimiento de tejuelas de alerce ayuda a que el edificio se integre con el paisaje. Inaugurado en 2012 como hotel, fue diseñado por los arquitectos Antonio Lipthay y Patricio Browne, quienes estudiaron el clima en distintas estaciones y horas del día antes de elaborar los planos. El concepto se basa en algo así como una gestión pasiva de la energía: aprovechar el sol, el viento, la lluvia y los cambios climáticos del lugar. Así, el agua de lluvia se reutiliza, la calefacción se ubica en las zonas más frescas del edificio y la madera del revestimiento mantiene el calor. Construido sobre pilotes, su diseño recuerda a las casas-palafito tradicionales de Chiloé.
Durante años formó parte de la cadena Tierra Hotels, que lo amplió y rebautizó como Tierra Chiloé. Tras casi una década de funcionamiento bajo esa marca, en octubre de 2024 la familia chileno-estadounidense Purcell (también dueña del centro de esquí Portillo) lo adquirió, cambió el nombre y, en esta reapertura, quiso que el diseño conectara mejor con la naturaleza. Todo está pensado para abrirse al archipiélago: 24 habitaciones con vistas al mar interior y al humedal de Pullao.
Adentro, muebles de maderas nobles y colores terrosos. No hay estridencias. La modernidad se mezcla con la tradición chilota en pequeños gestos: un telar en el pasillo, una lámpara de fibras locales, una estufa a leña en los salones comunes y una muestra de arte local.
La filosofía del hotel se inscribe en la tendencia global del slow travel, corriente nacida al alero del movimiento slow food en los años 80 que hoy se plantea como alternativa al turismo acelerado. La premisa es simple: quedarse más tiempo en un lugar, vivirlo con calma y reducir el ritmo para apreciar lo esencial. El slow travel -o viaje lento- privilegia la inmersión en el entorno, el contacto con la cultura local y la sostenibilidad, proponiendo experiencias profundas por sobre itinerarios frenéticos. Busca, además del descanso del viajero, un impacto positivo en las comunidades que lo reciben y en los ecosistemas que lo sostienen.
"Siempre digo que Chiloé es como Irlanda, pero de hace cincuenta o cien años. Verde, intensamente verde, con oficios que han pasado de generación en generación: carpintería de ribera, pesca, tejido con lana de oveja. Esa mezcla de cultura e historia lo hace único", dice Ellen Guidera, integrante de la familia Purcell y viajera con experiencia de décadas en hoteles, que en el pasado trabajó en el área de nuevos negocios de productos Disney.
En Refugia, esa filosofía se concreta en un ritmo pausado: recorrer el Parque Tepuhueico, cabalgatas por los alrededores o aventurarse en la Williche, embarcación de madera construida por carpinteros locales, pensada para sortear los canales interiores, cuya salida está prevista para la mañana siguiente.
También está la oportunidad de conocer a la chilota Sandra Naimán, guardiana de un banco de semillas en la isla Quinchao. Allí, sobre todo abuelas de comunas como Ancud, Chonchi y Quellón, llegan a confiarle sus semillas.
"Yo lo controlo", dice Naimán a propósito del container de fierro acondicionado con un panel solar donde las conserva. "Les hago cariñito a las semillas; están bien protegidas".
Entre las variedades que resguarda están las de quínoa negra -"la chilota", explica-, las de porotos, habas y arvejas. "Los viajeros me aplauden la iniciativa, por ser responsable y cuidar la futura alimentación", cuenta. "A mí me gusta mostrar las semillas porque tal vez ellos, en un espacio pequeño, también puedan proteger las suyas. Sin agricultores, el mundo se muere de hambre, porque ahí parte toda nuestra alimentación".
Esa misma mirada de respeto por lo local atraviesa también la cocina del hotel.
El chef Francisco Castañeda trabaja con pescadores de la zona, agricultores orgánicos y la huerta del lugar. "Cuando un productor nos vende papas nativas, lo que llevamos al menú no es solo el producto, sino la tradición de cultivarlas y el cuidado de mantener esas especies", dice de la papa chilota, ícono de la cocina local. "Es kilómetro cero: cultivada aquí mismo".
El curanto se prepara una vez por semana como ceremonia compartida, acompañado de música en vivo. Los desayunos incluyen quesos locales, miel de ulmo y mermeladas caseras. En la cena, la carta juega con reinterpretaciones contemporáneas de preparaciones como el milcao, el chapalele y la empanada de manzana con murtas.
Pero para Guidera no hay que salir del hotel para conseguir una de las mejores experiencias del lugar: contemplar el humedal de Pullao a pasos del hotel y avistar sus aves. Es un lugar que cambia constantemente: la marea sube y baja, la luz lo transforma a cada momento. El solo ejercicio de reconocerlo, explica ella, cumple un rol educativo: aunque en Chiloé los humedales son hábitats clave para decenas de especies, solo en el último tiempo ha existido una conciencia creciente sobre su rol. "Son importantes sumideros de carbono y es fundamental protegerlos, sobre todo si nos enfrentamos al cambio climático. Al capturar carbono, contribuyen a regular el clima del planeta".
Para la empresaria, la hotelería no puede quedarse ajena a las urgencias climáticas y ecológicas. Una forma de responder es apostar por el turismo regenerativo, una forma de viajar que busca dejar los lugares visitados en mejores condiciones de como estaban. Por eso, uno de los pilares de este proyecto es la educación medioambiental dirigida tanto a adultos como a niños, incorporados como huéspedes solo desde esta reapertura.
"El desafío es ayudar a entender que un humedal es, en sí mismo, un atractivo", dice. Cuando un huésped observa un zarapito que viene desde Alaska y vuela más de 16 mil kilómetros para llegar hasta Chiloé, haciendo una o dos paradas en el camino y, a veces, ninguna, añade Guidera, comprende la importancia de conservar sus hábitats. "Especialmente los niños podrán sentirse inspirados y esto puede ser transformador para ellos", dice.
Al caer la tarde, la niebla vuelve a extenderse sobre el humedal. Los cisnes regresan en pequeños grupos: suelen hacerlo a esa hora, cuando la marea sube y las algas flotan en la superficie. Dentro del hotel, la chimenea crepita y los huéspedes conversan en voz baja mientras prueban el cóctel del día, preparado con ingredientes locales. Entre las creaciones de autor destaca el Chiloé negroni , versión insular del clásico trago preparado con vodka Sirena, hecho a partir de papas chilotas.
En el muelle de la bahía de Pullao espera la barcaza Williche pintada de negro y amarillo. En su interior, bancos largos y un timón acompañan la travesía que avanza entre mareas tranquilas rumbo a las islas más pequeñas del archipiélago.
De pronto, el plan se altera. A pocos metros de acercarse a una de ellas, un soplido a lo lejos obliga a cambiar de dirección. El encuentro es con una ballena jorobada. No es un avistamiento garantizado, pero en estas aguas no resulta extraño: el trayecto forma parte de su ruta migratoria. El animal aparece con calma: primero el lomo oscuro que corta la superficie, luego la columna de agua que se eleva y dispersa con el viento, y finalmente la cola que se hunde en el mar. Los pasajeros observan en silencio, conscientes de estar ante algo extraordinario.
El momento se alarga por minutos. Las cámaras pelean los mejores ángulos, pero después de un rato no es necesario: el animal mismo se muestra sin apuro a toda su audiencia.
El recorrido continúa hacia la isla Chelín , de apenas 12 kilómetros cuadrados y con poco más de doscientas personas repartidas en caseríos. Allí, la vida gira en torno a la iglesia de Nuestra Señora del Rosario , declarada Monumento Nacional y Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Levantada en 1888, combina columnas interiores pintadas como si fueran de mármol, un techo cubierto de tejuelas de alerce y una torre que se eleva casi 18 metros sobre el mar.
En la isla, solo un habitante es el encargado de tocar la campana. Cada repique anuncia algo distinto: la misa mensual, un matrimonio, una festividad. El sacerdote llega una vez al mes desde Castro, pero el color de la iglesia -decidido en asamblea por los vecinos- recuerda que este templo es tanto un patrimonio como un refugio espiritual.
Las casas de Chelín se esparcen por la ladera siguiendo senderos de tierra que desembocan en el mar. Son viviendas de madera levantadas sobre pilotes y cubiertas con tejuelas, muchas pintadas en tonos vivos que resaltan entre la bruma. En los patios abundan huertos, gallinas y botes varados que esperan la próxima marea. La isla parece suspendida en otro tiempo: sin autos ni supermercados, con un ritmo marcado por el clima y la voluntad del mar.
Para los visitantes, llegar en la Williche es asomarse a un Chiloé más íntimo, donde la vida cotidiana todavía se organiza en torno a la iglesia y la comunidad. Una autenticidad difícil de encontrar en otros lugares, y que el turismo masivo apenas roza. De regreso a la embarcación, algunos huéspedes se deslizan en kayak para explorar el canal. Nadie apura. Al caer la tarde, la iglesia queda atrás, recortada contra el cielo.