La era de la personalidad artificial
Tal vez lo más sorprendente de la inteligencia artificial (IA) no sea lo que hace, sino lo que despierta en nosotros
Tal vez lo más sorprendente de la inteligencia artificial (IA) no sea lo que hace, sino lo que despierta en nosotros.
En los últimos meses se han dado dos fenómenos aparentemente opuestos en el mundo de la IA.
Tras el lanzamiento de ChatGPT 5, parte de los usuarios expresó molestia porque la interacción "se sentía menos cercana". No criticaban la precisión del modelo, sino su tono: "Antes parecía que me entendía, ahora es más distante".
Al mismo tiempo, surgieron herramientas en la dirección contraria: IA con identidad propia, más expresiva y emocional. En Brasil, la influencer digital Lu, creada por Magazine Luiza, se ha convertido en un personaje querido que genera afinidad genuina con consumidores. Plataformas como Grok (de X) permiten crear "companions" con personalidad definida. Y algunos modelos, como ChatGPT o Gemini, ya permiten modos conversacionales que van desde lo empático hasta lo brutalmente honesto.
Los hechos no están conectados entre sí, pero revelan algo profundo: la interacción con la IA está dejando de ser solo funcional para convertirse en emocional. La demanda ya no es únicamente por eficiencia, sino además por experiencia relacional.
Y eso merece una pausa. Estamos pidiendo cercanía emocional a un sistema que genera contenidos a partir de patrones de lenguaje. No es menor que, frente a una IA más neutral, algunos usuarios hayan sentido que "algo humano se perdió", y frente a IAs con personalidad, otros sientan que "algo humano aparece".
La tecnología no está imitando a las personas. Estamos proyectando en la tecnología lo que esperamos de las personas.
Quizás porque en el trabajo las conversaciones son cada vez más transaccionales. Quizás porque escuchar sin juzgar se volvió escaso. O porque la velocidad con que operamos ha reducido el espacio para la conversación profunda.
Cuando una IA responde con disponibilidad total, sin interrupciones ni agenda, muchos experimentan algo que debería provenir de los vínculos humanos: atención e, incluso, reconocimiento. Y ahí surge la paradoja: mientras la IA parece volverse más humana, nuestras interacciones cotidianas se vuelven más automáticas.
Las empresas deberían observar este fenómeno con atención. No solo porque definirá nuevas formas de competir -en el futuro, las marcas no se diferenciarán por productos, sino por la autenticidad emocional con que se relacionen con las personas-, sino además porque anticipa un cambio profundo en las expectativas de los clientes y los equipos.
La IA no reemplazará lo intrínsecamente humano. Pero sí está poniendo en evidencia lo que hemos dejado de cultivar: conexión, autenticidad y escucha.
El desafío no es hacer máquinas más humanas, sino recuperar espacios donde podamos potenciar nuestra humanidad.